martes, 26 de junio de 2007

Cartas a Mariana
Crucé el puente Mauá desde los recientemente florecidos freeshops de Río Branco hacia Jaguarão. Las fronteras son cuestiones oscilantes. Hoy se vende de este lado, mañana del otro, todo según el tipo de cambio. Como en la literatura, donde hay épocas en las que sólo son consideradas realistas las obras más disparatadas, con el argumento de que son “simbólicas” o “arquetípicas”. En otros tiempos, sólo vale aquello que copia fielmente a la realidad. Desde chico había cruzado esa frontera y el recuerdo de los distintos cruces era una especie de testigo de mi crecimiento. El primer recuerdo es desde el asiento trasero de un auto, junto con una niña, sobrina de la que conducía el auto. Cuando cruzamos el mojón del medio del puente, llorábamos porque queríamos volver a nuestro país y qué se yo, protestas que fueron acalladas minutos más tarde con unas galletitas brasileras y unos gorros. Años más tarde, con mi madre de nuevo, pasé caminando con una tabla de planchar, muerto de miedo de que la aduana nos quitara semejante bagayo. Después, pasé con un grupo del liceo. Compré discos y le presté plata a un loco que nunca más me la devolvió. Todos esos cruces fueron cuando yo todavía pensaba que estaba pasando de un país a otro. Con el tiempo, me di cuenta, tomando mate con unos brasileros, de que era todo lo mismo y que me podía sentir en casa del otro lado.
Tardé unas seis horas en recorrer los cien kilómetros que me separaban de mi destino. Crucé el puentecito por encima de unos canales con olor a podrido y me fui arrimando al centro de la ciudad, hasta la plaza Osório. Ya había estado allí antes pero ahora volvía distinto. Había hecho noche en Río Branco, en un hotelito de quinta, después de pedalear toda la noche y vagar por las calles rotas del pueblo durante todo el día, como en un trámite aduanero impuesto por mis piernas cansadas. Me repuse a golpes de agua y comida y salí tempranito, porque lo más lindo es ver cómo el sol empieza a lamer la ruta, a besar los pastos. Supe que si del lado uruguayo era libre, del lado brasilero lo era todavía más. Solamente sentía que quizá ese fuera un viaje de ida. Aunque, pensaba, tal vez todos los viajes sean sólo de ida, porque todos los viajes son en el tiempo y el pasado es un mapa que te muestra tus errores. Esto lo pensaba en el hotel, después de bañarme y aprontarme para ir a la presentación de un libro escrito por un amigo brasilero. Resolví caminar y así poder apreciar las hermosísimas mujeres de la ciudad y, quién sabe, poder “dar uma cantada em alguma delas”.
Llegué a la presentación saludando conocidos y algunas viejas loros que me fueron oportunamente presentadas. Saludé a mi amigo y lo dejé que se escurriera por su vorágine. Me sentía muy agasajado por todo el mundo –los brasileros son así- pero consideraba no tener méritos para recibir tanto reconocimiento. Éderson, mi amigo, me saludó en medio de la presentación y me agradeció la presencia. Explicó que yo le había inspirado la creación de su personaje ciclista, Pelotão, un tipo humilde que repartía pescados de la laguna en una bicicleta que se conocía todas las calles de Pelotas y, aun más, las colonias de pescadores que bordean la Lagoa dos Patos. Dijo que le habían llamado la atención los cuentos de mis viajes en bici y que eso le había recordado la historia de Pelotão, uno de esos pobladores que nunca faltan en las ciudades más o menos chicas y que todo el mundo conoce desde chiquito. Había sido una vida sacrificada y humilde, olvidada. Éderson desarrolló, más que un análisis o un relato de su propia obra, una crítica social. Dijo que quizá, al convertir al humilde ciclista en el personaje de una historia, muchos “burgueses que ignoram o que está acontecendo na nossa sociedade possan se ligar pelo menos por umas horas na realidade da maioria da nossa população”. Dijo la última palabra con la entonación de un punto final. Los aplausos se levantaron y luego bajaron. El presentador dijo que el público podía intervenir y no dudé en ser el primero. Éderson, eu vim lá de Punta del Este para te cumprimentar, e achei que se viesse de ônibus não ia prestar e por isso eu peguei a minha bike e vim para te fazer esta homenagem e vou estar te esperando por lá com a tua bike. Recibí los aplausos de rigor y después me dediqué a esperar que los analistas desenrollaran su papiro teórico. Hubo dos o tres que tuvieron intervenciones correctas, tanto que incluso llegaron a preguntar algo. Hasta que empezó Luisinho, uno bajito y de voz de pito que no paraba de hablar, de decir y de desdecirse hasta que la mayor parte de la concurrencia empezó a murmurar y a revolverse en los asientos. Ya estaba medio atontado por la perorata cuando, no sé cómo, Éderson le dijo algo que lo dejó ruedas para arriba y, previa mirada con el presentador, se dio por terminada la charla, que se seguía en una parrillada.
El lugar se llamaba “Mercado del Puerto”. El propietario era uruguayo y la conversación se movía en unas aguas turbias que mezclaban español y portugués. Allí estaban, además de Éderson y su mujer embarazada, algunos de sus amigos y varios veteranos ex ciclistas que habían compartido equipo con Pelotão en los años cuarenta, cuando éste era un destacado defensor de un equipo de Pelotas en las competiciones estaduales, brasileras y hasta internacionales. Los viejos me contaban que habían competido en Uruguay y me citaban nombres del pedal uruguayo, algunos conocidos y otros absolutamente ignotos para mí, y eso que yo era un seguidor de la Vuelta y las Rutas de América. La conversación se movía como una gelatina y tocaba temas que iban y venían. Especialmente yo estaba como loco, más que el propio autor del libro, ya que era el extranjero bilingüe que había llegado en bicicleta y, encima, Éderson me reconocía como inspirador de su novela. De la charla con los viejos ciclistas pasaba a hablar de cómo estaba Uruguay, me preguntaban por el nuevo gobierno y esas cosas, me contaban lo barato que estaba para ellos ahora –sobre todo en los freeshops-, hasta que terminaba hablando de literatura de acá y de allá. Inevitablemente terminaron haciéndome la pregunta que más me dolía y que por distintos caminos evitaba responder.
A la vuelta, despedaleaba el camino. Volvía hacia atrás, hacia la noche del termo. Era seguro que el Richard nos había robado a Hernán y a mí, pero por nuestra propia ingenuidad. No sabíamos si el Richard había entrado alguna vez a la casa. Pero era como si hubiera entrado, porque un ladrón es todos los ladrones, o es lo que uno cree después de haberlo dejado abajo del camión de Silva. Eso inauguró toda una discusión en los medios de comunicación y también en la gente. La oposición le apuntó todos los termos a la nariz de la jefa de policía. Llegó a interpelarse al ministro del interior. Se hablaba de seguridad y de impunidad y qué se yo de los presos. La gente de la calle, en realidad, sentía que la seguridad había sido reforzada aun cuando las autoridades no hubieran hecho nada. La oposición atacaba por todos los flancos. La respuesta del ministerio consistió en afirmarse en sus políticas. Se venía insistiendo desde hacía tiempo en que la cárcel no rehabilitaba a nadie y se decidió trabajar sobre eso, porque los que estaban muriendo eran todos ex presidiarios o conocidos delincuentes. Se habían juntado varias de las madres de los muertos para protestar por los asesinatos impunes. La situación estaba complicada y todo hervía. A mí justo me agarraba en época de mudanza. Nos íbamos a separar, íbamos a parirnos a nosotros mismos hacia la selva de los alquileres de Maldonado. Ya conocíamos algo, como por ejemplo al tal Urrutia que nos quiso joder, de quien nos enteramos después que había estado preso y que había andado a las corridas con los milicos por entre las góndolas de un supermercado del centro. Ahora cada uno debía buscar su camino y el mío me llevó a recorrer inmobiliarias, hasta que encontré un lugar para vivir. La plata siempre me ha afectado, especialmente cuando tengo que gastarla, por lo que empecé a pensar en un terreno, en una casa, en algo que fuera mío. Precisaba trabajar más y el Ministerio del Interior me estaba ofreciendo una buena posibilidad. Pedían profesores para darle clases a los presos. Mi parte cómoda renegaba de la posibilidad. Mi política económica decía “dale, muchacho, agarrá viaje”. Mi vocación literaria hervía. Mi costado morboso tramaba cosas mientras mis restos de sensibilidad se avergonzaban un poco. El hecho es que ingresé a las filas. Nos llevaban en unas camionetas hasta la cárcel de Las Rosas, donde le dábamos clase a aquellos presos que lo quisieran. La idea era que asistir a clases les reportaría beneficios en la reclusión. Podían terminar el liceo y además acortar la pena. No eran muchos y varios de ellos no estaban muy motivados, pero decidí que nunca mataría a un alumno salvo en caso de extrema necesidad.
Esa noche pelotense me desahogué. Cuando me preguntaron qué escribía tuve que decirlo. Conté que, en una época, había escrito microcuentos y que inclusive creía que había escrito uno más breve que el famoso dinosario de Monterroso
[1]. También les hablé de los poemas, como por ejemplo los haikus o los afuerismos. Todos me escucharon con mucha atención cuando conté de mis ventas en la playa. Sabem por que cheguei de bicicleta até aqui? Expliqué que me había dado cuenta de que yo podía ser escritor pero me faltaba perseverancia y que eso lo había descubierto haciendo un viaje en bicicleta. Una cosa es recorrer veinte cuadras con sentido utilitario y otra es hacer cien o doscientos kilómetros por amor al arte. Llega un momento en que te das cuenta de que te mueve el espíritu y no las piernas. Supe que sería lo mismo con las narraciones. Una cosa era aplicar unas técnicas y otra era dejar pedazos de la vida de uno frente a un teclado. Me remangué y pasé meses depurando una novela, que llegué a terminar. Con asesino y todo, con un detective muy particular con rasgos pintorescos, con críticas sociales embutidas y hasta con momentos poéticos. Hice una pausa para insertar el “pero”, que sabía podía dejar a cualquier auditorio cabizbajo. Un día llegué a casa y el viento frío de la ventana de mi cuarto me hizo correr un frío por la espalda más que por el cuerpo. Cosas revueltas, faltaba algo de la ropa buena. Ladrones. Caras curiosas. Busqué la plata abajo de la baldosa floja y allí estaba. Mi computadora estaba en el técnico para cambiarle el disco duro, por lo que se salvó. No había televisor, aunque le hubiéramos dicho a la propietaria que nos lo habían robado para que sintiera que la casa no era muy segura y no nos subiera mucho el alquiler. Todo estaba revuelto, pero también Marcelo y Hernán tenían bien escondida la plata y no se les pudieron llevar nada. Solamente al ordenar me di cuenta de que faltaba la novela, mi única cosa de valor. Y no tenía respaldo. Sólo estaba esa copia impresa porque la computadora se había roto poco tiempo después de que yo imprimiera el texto. No sé cómo hice para no deshacer la casa a patadas y piñazos de tan desesperado que estaba por haberlo perdido todo, desde Mariana hasta el trabajo duro de meses. Piré mal.
Lo que no llegué a contarles fue de mis cartas a Mariana. Escribía poemas y pequeños relatos que yo sabía que ella reconocería y andaba siempre con ellos en los bolsillos. Salía por las noches en mi bici, siempre encapuchado y con ropas negras que me ponía lejos de casa, para que nadie viera de dónde salía. Llevaba un cuchillo que clavaba en las gargantas de locos que tuvieran toda la pinta de malandros. Les dejaba un papelito en el bolsillo, o en la mano. Sabía que Mariana cubriría el hecho y que no podría decir nunca la verdad, ella que era tan afecta a la ética periodística. Era mi forma de hablar con ella, que me contestaba usando las mayúsculas de las notas para formar mensajes. “Te voy a denunciar” escribió un día. “Vos también vas a caer” dejé en el último verso del próximo muerto. “Ellos no son culpables” codificó enseguida. “La muerte lo acredita: ya no te amo”, dejé en el siguiente. “Me suicido” fue su último mensaje.
Ahora, con todo el tiempo del mundo en un empleo en el que no hago nada, me he dedicado a calmarme. Sabía que el suicidio de Mariana no era tan culpa mía después de todo porque ella tenía tendencias de autoeliminación. Contaba, además, con datos estadísticos que me decían que los tipos que yo había matado tenían promedialmente muy poco tiempo más de vida. Llegué a sentir que los había despenado. Valoré además el impacto de mis actos en la sociedad, que terminó por volverse un poco más segura. Y cuando todo se fue decantando atrás de una taza de café, me puse a escribir la mentada novela, en la que lo confieso todo a sabiendas de que nadie me lo creerá por pensar que sólo se trata de ficción.

[1] Con el título “Resultado”, este es el cuento: “Corrió rapidísimo: segundo, detrás suyo.”