martes, 10 de julio de 2007

Matar la muerte

“Eu sei que a morte não mato
mas deixo toda lanhada”

Vitor Ramil
“Ramilonga. A estética do frio.”



El pasto al costado de la ruta ocho era como un espejo negro de estrellas que reflejaba las luciérnagas siderales. Llevaba más de nueve horas pedaleando desde el arroyo donde había quedado el día anterior. Desde hacía un tiempo, preso de vaya a saber qué delirio, se me había ocurrido ser novelista y creía que eso exigía, más que saber escribir, saber sacrificarse. El viaje era un entrenamiento. De a poco, las luces naturales fueron dando paso a las luces del pueblo, que empezaban a titilar en el horizonte próximo. Pronto transitaría por las calles anchas de Treinta y Tres. Entraría por Atanasio Sierra, desde la cabecera misma del puente, recto hasta casa, y ahí me baño y me duermo como tronco.
La casa estaba como siempre. Como si el tiempo sólo corriera por el cauce del río y no por las calles y las casas del pueblo. Escuché música que venía del parque. Cuando le pregunté a uno que pasaba por ahí, me enteré de que era el cierre de una especie de festival mustio que había habido en el parque. Recorrí las cuadras desde la ruta hasta casa con la pesada liviandad del que termina un largo viaje de vuelta y tuve que dormir afuera. Llaves en la puerta, del lado de adentro. Timbre. Timbre. Timbre. Están en casa porque está la camioneta. Ante la falta de movimientos, la decisión fue tirarme en el piso al lado de la ventana.
Mirá, ahora tenemos bichicome propio. Ese fue el saludo matutino de los progenitores, que salían para el trabajo. Me tiré de cabeza al duchero, a quitarme ese uniforme que todo viajero lleva por debajo de la ropa.
Limpio y desayunado, salí a dar unas vueltas por el pueblo y terminé dando con su humanidad en el trabajo de mi padre. Sabés quién se mató. Quién... El Julio. ¿El Julio Baldi? El suicida no llegaba a los cincuenta años y no iba a llegar. Recordaba haber escuchado historias del Julio, como que se paseaba en moto frente a su casa con gurisas que había levantado en el baile, y la mujer ahí, de cuando andaba de camorrero y se hacía cagar a palo casi todos los fines de semana, el fiera se empedaba y le daba por pelear. El más grande de los D’Alessandro, en Momentos, no había tenido más remedio que bajarlo de una piña después de que el otro lo cargoseara malamente. El que estaba en el escritorio era el gordo Esculapio, el escribano, y contó algo de la historia. Dice que tenía un puesto de venta de chorizos, que incluso andaba bastante bien y que el loco, ese día, andaba como a las siete de la mañana mamado con la plata de los chorizos. Parece que le pidió doscientos pesos al Galleta Zuluaga en la esquina frente a la plaza. ¡Acá nomás! Seguro, y de ahí arrancó pa la casa y le fue a pedir los doscientos pesos a la mujer. Y la mujer que ya te gastaste la plata de los chorizos y que le entra a recriminar el tema de la plata, que se la chupa toda y el loco que pará un poquito, va a hasta el cuarto y le dice a la mujer tomá, pa tu recuerdo, y se encaja el tiro ahí nomás con un revólver que tenía. ¡Qué hijo de puta! Sí, lo bravo es pal gurí, sí ya tenía un lote de problemas, andaba en cualquier cosa el guacho, ahí terció mi madre. Hay que enterrarlo de cabeza pa que no vaya a salir, fue lo que me salió.
Mis amigos andaban todos en Montevideo y el Oligo, el único que estaba en el pueblo, trabajaba todo el día. La tele me tenía paspado y decidí aprontar un mate y pasar por la librería y, aunque más no fuera, hablar del tema de la revista que les mandábamos, una revista de literatura. A ver si se había vendido alguna. Pasé y allí estaba Gladys, la hija de Mirta, la dueña de siempre. Me preguntó cómo estaba Maldonado y le hablé de los robos. Le pregunté cómo estaba Treinta y Tres y me dijo chato, chato, mientras meneaba la cabeza como con un lastre en la coronilla. Le pregunté por Mirta y me contó lo que yo ya sabía, que le hacían diálisis casi todos los días. Si querés visitarla está ahí. Accedí.
Había ido miles de veces a la librería, desde niño, pero jamás había siquiera imaginado cómo sería la casa, que estaba pegada al local, atravesando un patiecito y franqueando los ladridos de un perro viejo y rengo. La sala era un ambiente grande, con una estufa amplia y un semicírculo de sillones, tres, y un sofá, una U cuya boca la ocupaba el televisor. Saludé a Mirta, a quien hacía años que no veía, y paladeé un ambiente como de hora del té inglés, con algunas diferencias. Por ejemplo, yo andaba con el mate y Mirta estaba apoltronada, como desde una atalaya del tiempo, mirando desde ese atrás que parece un arriba, sin tomar nada, y sin la necesidad de recurrir al expediente de ofrecer alimentos de toda clase a la visita. Hablaron de libros y de lo mal que hablan los de la tele, ¿no es verdad que no se dice “hubieron”?, de algo de lo que pasaba en la pantalla. Pero lo más elocuente era el paisaje de señora sentada y de joven héroe que vuelve a su pueblo y vuelve, más que a la madre, a la abuela de la que manan historias.
Fueron llegando mujeres, y con ellas el tema. Llegó Estela y llegó la hermana de Mirta, una octogenaria indudable, y también llegó Gladys un rato más tarde. Los temas, los de siempre, porque no faltó la preocupación por el chusmerío de pueblo chico, fijate, ahora los gurises chusmean con los celulares, te tirás un pedo acá en el centro y a los dos segundos ya saben en el Veinticinco, se gastan la plata en esas porquerías, mirá. ¿Viste el que se mató? Sí, el Julio Baldi. No, Fernando Barros. ¿También? ¿El padre de los mellizos Barros? Ese. Y Gladys que acerca la muerte de una mujer Rodríguez que trabajaba en el Hospital, la prima de esta otra casada con un arrocero. Cada uno de los presentes, todas las mujeres y yo, fuimos aportando los detalles y comentarios correspondientes, amén de las interpretaciones sociológicas, lo que pasa es que este pueblo, ahora tenemos más porcentaje de suicidas que en Rocha, Barros estaba en silla de ruedas, lo que pasa, y siempre fue loco, desde que lo jodió la Perdomo, ¿la abogada?, sí, el hombre quedó mal, y esta mujer no sé, la verdad. No se desdeñó el dato de que era martes 13
[1]. Y lo más sorprendente fue un tipo que llamó a la Difusora. Dijo que había soñado con el “muerto que habla”, “cementerio”, “revólver” y qué se yo qué más, que le había jugado a la quiniela y que había sacado quién sabe cuánta plata. Voy a escribir esto. Desde que llegué anoche todo ha sido como una historia. Más que vivirlo parece que lo estuviera leyendo. La historia se escribe frente a mis ojos. Lo único que me da miedo es que parezca demasiado literaria, como sobreactuada. Quizá tenga que atenuar los hechos un poco, si no va a parecer que le quiero copiar al Gabo. El pueblo siempre me pareció un lugar de lo más normal y tranquilo. Incluso, con el tiempo y la permanencia en otras ciudades, había llegado a considerarlo como una especie de remanso de calles anchas y de siempre todo igual. La conversación abandonó el apogeo del tema de los suicidios y pasó a temas más usuales, entre los que me sorprendió descubrir todo lo que sabían aquellas mujeres de mí, y lo poco que yo sabía de ellas, tanto como que las señoras eran parientas mías por allá lejos, y que conocían a esa rama de mi familia que para mí era mitológica, eran lindos hombres los Barrios, la sonrisa evocadora de Mirta, quizá habrían conocido al Mariscal Sergio, que no era milico, que le decía a mi abuelo, en pedo absoluto, pero cómo hombres de mundo como usted se van a casar con estos bichos, los bichos eran sus hermanas, ese que, descubierta su infidelidad, proclamó que el Mariscal Sergio Barrios no es hombre de una sola mujer. Quizá podrían contarme historias de mi futuro, pero la gracia de la vejez es que se recuerda para no pensar en el futuro. Llegué a suponer que los suicidas podían ser mis parientes.
Y me fui de lo de Mirta entre promesas de hacer una nueva visita. Y parecía que el atardecer rojizo entre los plátanos altísimos y rompedores de veredas estaba impregnado de un aire raro, olor a muchos muertos y a abulia, todo mezclado con el entusiasmo entre morboso e inocente de ser testigo de una historia apasionante.
La siguiente parada fue el almacén de Segovia, en la esquina de casa, donde, tras saludar a Segovia después de mucho de no verlo, siempre igual, no envejece, los suicidios cobraron nueva vida. Moví el tema, como para averiguar más cosas, y terminé enterándome de otro suicidio, un tal Correa de por allá abajo rumbo al Cuartel, del cual no obtuve mayores datos. El pueblo entero parecía estar suicidándose, como si las historias de la gente, mil veces entrecruzadas y superpuestas, empezaran a reventar como las veredas levantadas por las raíces de los plátanos, como si las vidas no soportaran la alergia del polvillo de los mismos plátanos. Me acordé, cómo no hacerlo, de un cuñado que, hasta en el nombre, me hacía acordar al Julio. Un borracho, y la que era mi novia que intentaba evitar que el muy hijo de puta, que su madre no debió ser su madre de tan buena la mujer, que el muy hijo de puta siguiera los pasos de su padre. Mi cabeza iba de Julio a Julio.
Cené en casa. Se ampliaron los comentarios. De Julio a Julio. El gurí chico, culpa del otro mierda... ¿Y dónde lo velan? Que lo entierren con la cabeza para abajo. Dan ganas de matarlo.
Sí, está muerto. Pero hasta ahora, su suicidio ha sido un berrinche sin castigo. Los suicidios, por más que hablen los curas y los de las reencarnaciones, no traen aparejada la simetría esa que generalmente damos en llamar justicia. Alguien le tiene que dar su merecido. Sí, debo haber sacado algo del temperamento del Mariscal Andrés, aunque sean unas gotas. Me metí en el velorio, directo rumbo al cajón. Saqué un cuchillo de entre mis ropas, así pusieron en el diario y, entre gritos moralistas, procedí a apuñalar al muerto. Y entiérrenlo cabeza p’abajo, no sea que vaya a salir. Yo sé que a la muerte no la mato, pero la dejo toda arañada.
Me hice a la ruta esa misma noche, sin luces, porque no tenía.

[1] Martes 13 de diciembre de 2005, fecha que el lector podrá comprobar en almanaques de ese año. N. del A.

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