martes, 10 de julio de 2007


“Algunos cuidan autos en los estacionamientos, cómodamente reclinados contra un eucaliptus al lado del campo de golf, leyendo libracos cuya literatura fue sin duda destinada a los ociosos. Eso sí, hay que hacer una aclaración: los ociosos de antes pertenecían a la nobleza rusa y no al gremio de los cuidacoches. Esta conjunción de términos opuestos se daba en Llarvi, un proletario vago con ínfulas de señorito ruso educado en Albión. Traduzco: un poeta. Pero hacía plata, sí señor. Y él era sólo un caso del enriquecimiento fácil. Pero había más: mucamas, mozos, empleados de comercio, repartidores de pizza a domicilio, maratonistas de exhibición y, claro está, siempre presentes desde que el hombre es hombre, los del negocio de la carne. También conocí a otro vate que hacía temporada. Era el metereológico Héctor Pascale que, con su barómetro siempre dispuesto, medía la presión atmosférica de los poemas. Les cobraba como cinco pesos por verso a los turistas para escandirle la sensación térmica a versos de Neruda, Benedetti o Borges mientras añoraba hacer su trabajo en Vallejo o Paz. Llevaba a cabo su medición con gesto adusto, decía el resultado, cobraba y daba de regalo, a guisa de mini marcador de libros, una espinita extraída de la pinocha del patio de su casa. Con el tiempo, me enteré de que era el líder del grupo de los poetas del pino y que prodigaba versos en honor a las coníferas de Lussich. También llegó a mi conocimiento que una acérrima rivalidad lo unía a Llarvi, eje de los poetas del eucaliptus. Al parecer, la tensión no sólo se derivaba de los distintos árboles totémicos, ambos foráneos, sino especialmente de que el cuidacoches dejaba hojas de hierba sujetas bajo los limpiaparabrisas...”
El texto empieza así. Un cuaderno acribillado por los hongos era el soporte de unos ganchos impíos que a duras penas pude descifrar. Uno puede juntar plata y comprarse una biblioteca como la gente en una mueblería. O bien pasar por una casa de compraventa y conseguir la porquería más barata, que suele venir con alguna que otra cosa además de infaltables hongos o peligrosos clavos estrábicos. En este caso, un cuaderno. Yo había escuchado hablar de Pérez de Alcántara y tenía la vaga impresión de haber leído algún brevísimo texto suyo publicado en un semanario fernandino. Jamás hubiera esperado encontrarme algo con pinta de ser su diario, que parecía demostrar que lo que se decía del escritor era cierto. En coloquios de librerías, algunos maldonautas sacudidos por dos o tres crisis económicas adoptaban un tono críptico y tendiendo a la reverencia cuando se deslizaba una mención a Alcántara, como se prefería denominarlo. Se lo recordaba como un tipo raro y, pese a su prolongada ausencia, pervivía la polémica acerca de su literatura. Su diario es toda una prueba para jueces literarios.
“Nunca tuve buen ojo para los negocios y quizá haya sido por eso que mi emprendimiento comercial no prosperó. Venía de mi pueblo sin nada. Sólo un block de hojas blancas y una lapicera. Tuve suerte de que me dejaran quedar en una casa de gente muy humilde, a la que no he vuelto a ver. Ellos fueron quienes me ayudaron a armar mi establecimiento comercial. Robaron tablas de los puestos de refrescos. Una tabla o dos de cada uno, como para que pareciera que habían sido tragadas por fuegos playeros. ¡Cuando armamos el quiosquito! Humilde pero funcional. Hasta mesita tenía. Bueno, no una mesita propiamente dicha, sino más bien la tabla de un banco del liceo, hurtada por uno de los muchachos del barrio. Siempre hay afanes en la poesía, de tipo erudito y esforzado. Otros, de baja y vaga alcurnia. Me instalé en la cinco de la mansa, porque vi que iba gente con facha de pudiente. Con todo esfuerzo, había pintado unas letras en una cartulina, que decían ‘Se hacen poemas’.
El primer día, me lo pasé sentado en el banquito, con el block preparado y la lapicera en la mano, como pingo en las gateras. Pensé que podía escribir los versos más tristes esa tarde o quizá los más hermosos si mis clientes me lo pidieran. Me mantuve en estado receptivo hacia el mundo. Respiraba profundo y miraba hacia la infinitud del mar, como queriendo ver África. Se hizo la tardecita y el mar se doró mientras la arena perdía su dorado para ennegrecerse. Tomé mis bártulos y marché rumbo a mi piecita en el barrio.
Volví al día siguiente de mañana. Cuando llegó el mediodía después de que no hubiera pasado nada, pasó un vendedor ambulante de comida, se acercó a mí, acaso apiadado al verme en mi posición de asceta playero
[1], y me convidó con un refuerzo de mortadela. Después de comer, me dediqué a alimentar los ojos. El paisaje no podía ser mejor. Ondulaciones a más no poder, valles que invitaban al descanso, despeñaderos que invitaban a tirarse de cabeza, vegetaciones lacias o rizadas. En fin, mujeres. Decidí escribir por entretenimiento y esbocé mi primer dístico que decía ‘Qué las parió a las mujeres, /con certeza, otra mujer’ El segundo poema era otro dístico que rimaba con el primero, muy revelador de mi entusiasmo...”
Como se ve, el texto empieza a degenerar fruto del aburrimiento o, muchos lo dicen, de una neta y nata falta de imaginación. Porque eso se decía de Alcántara. Y lo peor de todo es que él mismo se encargaba de propalar esa versión: decía que escribía su vida, cosa que muy pocos y poco autorizados se animaron a discutir. La principales defensas que se hacían de su obra giraban en torno a las ideas de que, o bien se esforzaba por vivir cosas interesantes como insumo para su literatura o, por lo menos, le ponía sus toques de poesía y color a sus fragmentos autobiográficos (ya lo mencionaban así, asumiendo que nada había de creación en la literatura dispersa del olimareño).
Está planteada la polémica acerca de si fue real esa etapa suya como vendedor playero. El manuscrito, del cual sólo transcribí fragmentos, después de ciertas procacidades que no me preocupan, cae en un pozo literario insalvable que, creo yo, es más la catarsis por la pérdida de una novia que otra cosa. Se nota la condición de criatura en pañales de sus textos, ya que el tema de la mujer en retirada se reedita en cierta narración semipolicial que he encontrado publicada en la revista “Ésta”
[2]. Sin embargo, se sabe que tuvo al menos una etapa de vendedor playero. Había confeccionado unos librillos de poemas breves que, en algunos casos, llegaban a ser haikus y, en otros, no cumplían con la condición de hablar de una estación del año como requiere el haiku ortodoxo. He aquí ejemplares:

Hormigueo

Van las hormigas
rengloneando con hojas
del patio a esta hoja


Son luciérnagas
los pájaros letrados
que ven tiniebla.



La golondrina
es una mariposa
maratonista


Un ojo oscuro
observa el todo negro,
luz desde dentro.


Los asesinos
son unas golondrinas
que hacen invierno.

Parece que nunca llegó a publicar poesía de manera formal, ni siquiera un único “Mensagem”. Estos breves reposos del vértigo en que parece se hallaba sumido le valieron fama de poeta gracias al boca a boca pueblerino y a alguna que otra personalidad proclive a generar mitos. Sin embargo, pese al carácter vestigial de la producción de Alcántara, se puede especular en torno a una evolución poética, sobre todo si se tiene en cuenta el tenor de los dísticos citados del cuaderno y los versos japoneses que hemos visto. Falta todo lo del medio. Y es por eso que muchos manejan la teoría del robo basados, más que en cualquier posible fundamento, en que estos textos son los únicos conocidos del olimareño que no demuestran algún correlato con su vida real. Pero la teoría es débil como lo es todo rastro dejado en el crimen perfecto.

[1] Esto resulta difícil de creer aunque es típico en A.: sobre una base de realidad medianamente insípida, rellena y deja espacio a la imaginación.
[2] Vanguardia fotocopiada que se recuerda injustamente por su condición xérox y no por su contenido.

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