martes, 10 de julio de 2007

Los crímenes no necesariamente se resuelven, por más que los yanquis quieran hacerlo creer. Es más, la mayor parte quedan en la nada. Sea por falta de recursos, corrupción o que directamente la gente no los denuncia. Incluso cabe la posibilidad de que haya algunos delitos muy bien planificados. Porque aceptemos que, si un plancha roba una bicicleta y no lo agarran, eso no se trata de un elaborado ejercicio de premeditación. Por eso, el asunto de los oportunistas sería inexistente si algunos no dejaran sus cosas regaladas. Claro que, si toda la población decidiera al unísono renunciar a sus posesiones materiales, los robos no tendrían más sentido por una cuestión de saturación del mercado. Quizá hacerlo representaría un acto de tortura para con los ladrones, que verían sus vidas vaciadas súbitamente, hurtadas de sentido. Estos temas me vienen recurrentemente a la mente desde que estuve en la Biblioteca Municipal. Alguien me había dicho que Alcántara había publicado algunas ficciones muy breves en algún semanario de la época y fui a buscarlas.
Después de una tarde entera en el archivo, logré dar con seis o siete de esas narraciones, en las que se reflexionaba acerca del tema de la relación con la delincuencia. A saber: un profesor tortura a un ladrón leyéndole libros tristes durante meses, dos tipos asesinan a quien les robara la moto, un juntador de basura se convierte en un juntacadáveres, un carpintero mata a un reducidor con técnicas de samurai y otras, como la que me hizo pensar al principio, la del mercado saturado. El tema parecía obsesionar a Alcántara, mientras a mí me obsesionaba lo de Jonathan. ¿Por qué me había dado esos papelitos? Tenían el estilo de Alcántara, por lo breves y desconcertantes. Pero Jonathan me desconcertaba dándomelos, en un encuentro breve por si fuera poco. ¿Sería él? No, ni por asomo podría ser Pérez de Alcántara, por la edad. Sabía que encontrar a Jonathan era tan probable como que lo agarraran de nuevo y justo me llamaran para algo, o que lo metieran preso y yo pudiera verlo en la cárcel. Pero, ¿por qué tenía los dichosos cuentitos? Se me ocurrieron dos posibilidades.

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