martes, 10 de julio de 2007

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El sable plateadísimo se retrajo y la sangre que había saltado a chorros desapareció. El hombre del puesto de herramientas y pedazos de motos intentó defenderse. El atacante había venido como un rayo con el sable, convencido de que no podría recuperar nada, enceguecido. Walter, el carpintero, esquivó la gente que ya había esquivado corriendo, esta vez desagitándose. Se lanzó en una carrera que sabía que, si era lo suficientemente sorpresiva, no sería alcanzada por la policía. En un movimiento rápido, tomó el sable. Pensó cuando vio todas esas armas que era raro que estuvieran tan fáciles de agarrar, que a cualquier loco podría ocurrírsele sacar un sable y empezar a pinchar gente. Llegó hasta el puesto de la feria en que se vendían libremente cuchillos y sables que colgaban al alcance de la mano. Decidió volver al puesto de las armas blancas. Al recorrer la parte de cosas usadas y rotas, reconoció algunas de sus herramientas. Hizo el recorrido de siempre: frutas y verduras, paseo por la ropa y los puestos de discos y devedés y al final la parte periférica. Entró al predio ferial perturbado por unos parlantes insoportables con propaganda política y por toda la gente que repartía listas y consignas. Venía con su mujer, que no paraba de hablarle, que fijate vos, que robarte las herramientas, qué cosa bárbara, con qué vas a trabajar. Ay, manejá despacio, papi, que vas a matar a alguien. Mi amor, vamos a la feria. Se levantó de mal humor por una noche en la que su mujer le pegoteaba el cuello con unos besos que le hacían acordar a un caracol velocista. Se acostó sin comer. Se envenenó mirando un programa argentino de sábado, de chismes. Fue una tardecita de mierda, y no por el viento que le zumbaba en los oídos sino porque cuando volvió de pescar se encontró con que no iba a poder arreglar la mesa aquella con que su mujer le rompiera tanto los cocos. La putísima madre que lo parió, sólo a mí se me ocurre dejar las herramientas en el patio.

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