martes, 10 de julio de 2007


De por qué está la pantalla

(En este capítulo, se tiende a comparar el ajedrez con la vida y los medios de comunicación del interior, y al final con los asesinatos. Luego de haber hecho una autoevaluación considero que, en su intento de ser sólido, puede ser también denso. No sé si recomendar su lectura o "desrecomendarla". Sólo puedo adelantar que termina como una partida de ajedrez. NOTA DEL AUTOR que, sin embargo, disfrutó mucho al escribir los renglones que siguen)


Varias veces habían meado contra su ventana al volver del baile, amén de haber practicado los revoleos más obscenos, todo con pretensión aleccionadora. A Rosa de León, con justeza y justicia, la habían bautizado Doña Chusma. Y, como la verdadera igualdad sólo sucede en los pueblos chicos, nadie se privó de saludarla blandiendo el apelativo. “¿Qué va a llevar Doña Chusma?”, “¡Adiós Doña Chusma!” (de vereda a vereda, en el centro), “¿La familia, Chusmita?” (una almacenera dada a los diminutivos). Tal era la naturalidad con que el asunto discurría. Cosa que, si se piensa, no es opcional en un pueblo chico. Como Sergio Niz, conocido mentiroso, quien veía neutralizadas sus mentiras por la fama demostrada en saludos callejeros tales como “¡no mientas, Niz!”, lanzados a grito pelado por la calle principal. Como tampoco hay muchas posibilidades para una mujer de edad avanzada, sin muchos parientes, de curiosidad grande y ocupaciones nulas. En un pueblo así, la vida es como una partida de ajedrez con todas las piezas controladas. A ella le tocaba la tarea de fisgonear y repartir. Porque, claro, oídos ávidos no faltaban. Casi podría decirse que lo de “Doña Chusma” más que un mote peyorativo era un reconocimiento al mérito, ya que el pueblo no se llamaba “Chusmópolis” únicamente para despistar a los forasteros y así poderlos observar en posición ventajosa.
El progreso, poco a poco, fue llegando hasta ese pueblo. Llegaron los celulares y también llegó internet. Y el chusmero trasladose del hablar hasta el teclear. Las generaciones adultas hicieron circular, de corrillo en corrillo, la preocupación porque sus hijos ya no preservaban las tradiciones, en lugar de lo cual se dedicaban a ver los programas de chimentos argentinos de la tarde, para posteriormente intercambiarlos mediante los mensajes escritos enviados desde sus teléfonos celulares. La indignación popular puso en la mira a la empresa de televisión por cable, causante, según las fuerzas vivas, de la decadencia de la moral y las costumbres, con lo cual la empresa se vio forzada a realizar una maniobra disuasoria. Había que defender al rey.
Pablito llegó a casa con un ajedrez en la mochila. Venía de Rocha. No hubo más remedio que descorchar un vino uruguayo, a modo de celebración. Yo había vuelto hacía poco del extranjero con lo que me había pedido: una piedra cualquiera de la calle. Me costó encontrar piedras sueltas en la antigua capital, hasta que vi los primeros esbozos de escombros en unos canteros de una avenida con nombre de caudillo. Yo venía rebosando emoción por los lugares que había conocido y mi encuentro con el escritor. Sólo me faltaba haberme encontrado con una dama del lugar. Él andaba con el optimismo inherente a los tiempos de novia nueva y con una historia emblemática. Porque, cuando uno va a otra ciudad, siempre se trae una historia que le sirve como buque insignia para dárselas de conocedor y concentrar un poco la atención en uno mismo. Por ejemplo en mi caso, a modo de indicador sociológico, me encargué de recalcar la abundancia de enormes y altoparlantosas farmacias del centro de Satolep, lo cual me sirvió para amenazar con la hipótesis de que seguramente de que los satolepitanos son muy enfermos o fármacodependientes, eso sin dejar de tener en la manga el hecho conocido de que tienen una oferta grande de medicamentos genéricos, amén de considerar que acaso las farmacias de allá se arracimen en el centro y no como acá, que están en todos los barrios. Hay que barajar varios movimientos posibles. O, como Hernán y Marcelo que cuentan que, en Bahía, la mayoría de la gente piensa que Brasil es un cuadro de fútbol en el que, de vez en cuando, juega algún bahiano. Los buenos jugadores recuerdan jugadas históricas. La cuestión es que Pablito había ido a Rocha, ciudad quieta si las hay. Recuerdo haber salido un sábado de noche y haberme pellizcado para convencerme de que no estaba soñando un lunes. Las casas allí[1] tienen un no sé qué de caja de zapatos que guarda reliquias. El loco había ido a visitar a un amigo de allá y se había pasado adentro de la casa, consumiendo videojuegos y mirando la tele. Y, como es regla de todo sábado, en el horario central no había nada para mirar, por lo cual se pusieron a mirar el canal.
En la revista del cable de Treinta y Tres aparecen sendas listas en las que se reportan los nacimientos y las bodas del mes. Me aventuro a suponer que el grado de desarrollo de la comunidad se ve reflejado en sus mecanismos de fisgoneo. En España y en Inglaterra, hay publicaciones periódicas que se dedican al cotilleo. En Pirarajá, la gente se asoma a las diez de la mañana a la puerta y ya lo sabe todo. En el templo de la estilización allende el estuario de barro, además de las publicaciones especializadas, hay canales de televisión consagrados íntegramente al cotorreo, en el nivel más abstracto posible, ya que se dedican a hablar de los que se dedican a hablar. En Rocha, doña Chusma ya no mira por la ventana y su vecino, uno de los dueños de la empresa de televisión por cable, soltero castigado por las malas lenguas, ingresa a su hogar junto a las compañías que se le antoja.
Tannat. He ahí una cosa perfecta. Tanto, que puede leerse al derecho y al revés. Una botella bien llevada que rinde tres partidas de ajedrez regulares y se va entrelazando suave con las palabras. Puse los discos que había traído de allá, para formar un aire con cierta textura, como para que la botella levitara de mano en mano por sobre la danza de los trebejos. Hay una cosa artística en la disposición dinámica del juego que, si se mira de uno de los dos lados, propende a un desequilibrio abrupto que se ha buscado laboriosamente a fuerza de argucias posicionales. Mirado de afuera, es una historia enredada. El tablero es como un teclado de piano con el que se ejecuta una danza sociológica. El contrincante opera como factor sorpresa, una suerte de acicate que está en frente pero que parece pisarnos los talones. Es un fiel de la balanza, que demuestra lo fútil y refutable de toda argumentación cuando te dice “no te diste cuenta de que en un movimiento me dabas mate” y, tras una maniobra evasiva, te gana en algunas movidas. Jugar solo, en cambio, ser las blancas y las negras al mismo tiempo, conduce a un movimiento circular en el que se domina todo el tablero, como un dios absoluto. Es como ser el que está escribiendo la historia, que sabe el desenlace, el personaje que va a aparecer, el lugar y el tiempo, y sólo ignora cómo disponer las piezas para satisfacer nada más que a su propio espíritu de artífice. No como en el chisme, donde el que cuenta, aun cuando falsee y mienta, es una más de las piezas. Doña Chusma, por ejemplo, operaba como un mecanismo de control social del pueblo, con altos valores en lo que a constancia y exactitud se refiere y bajos índices de respeto por la privacidad ajena. La reina. Una pieza minuciosa, abarcadora, peligrosa.
Al principio no era nada. Con el tiempo, se fue integrando a los engranajes de la maquinaria rochense. En mi propio pueblo había un programa de FM que se llamaba “Enamorados en el aire”, que estaba íntegramente compuesto por mensajes del estilo de “un saludo grande para Lucía, de su admirador secreto (tonito cómplice del locutor, que también organizaba bailes)” o “le dedico Amor agazapado a Agustín, de un pasado que quiere ser su presente (el locutor se ríe y dice “¡bueno, Agustín...!”)”. Y estaban los radiotelegramas de la 45, como de tantas radios del interior, que comunicaban gente del pueblo con otros que estaban en campaña, algunos de los cuales se volvieron famosos (“Para Pocho Martínez: Mamá grave. Venir de luto. Carlos”). En Rocha, lo primero que apareció fue un “chusmas de mierda” sobre una cartulina blanca, escrito con gruesas letras rojas y sostenido por uno de los dos o tres punk del pueblo. Fue el tema de conversación como dos o tres días en los coloquios. Fíjese qué mala educación, yo siempre dije que estos inventos nuevos sirven sólo para hacer porquerías, se ha perdido el respeto; o bien: son jodas de gurises, la verdad es que tienes razón che; o también: es la falopa, se dan la biaba y hacen cualquier cagada. Pablito vino cargado de esas historias de la casa del Nico, que casi no sale de la casa porque vive a dos cuadras del trabajo y las rotiserías tienen teléfono. Dice que después de eso apareció un gurí de unos quince años con un corazón que decía “Vero te amo” y que, al otro día, una amiga de la tal Vero, de similar edad, portaba un estandarte que decía “Vero no te banca”. La contestación, a la misma hora y en el mismo canal, por parte del que primero se manifestara, decía “gorda vaca y puta anda pal monte con los suplentes de rocha”. Y en ese tono, no vacilaban en aparecer carteles y cartelones. Claro que, como si se tratara de la Copa Libertadores, el asunto se mercantilizó. Surgió la improvisada profesión de “gurí cartelero”. “Provigás el tito le lleva la garrafa a domicilio tel 21805”, “Clases particulares de matemáticas prof. adolfo Miranda tel. 23456”, “ofertas de la frutería...”. Un gurí de allá a la vuelta del Polideportivo, de los que aparecía más seguido, ya empezaba a ser saludado en la calle como “¡cartelero!”, mote de muy plausible paso a empezar con mayúscula a fuerza de tiempo y costumbre, para convertirse en tema susceptible de ser narrado por un escritor costumbrista. Pero el plato fuerte estuvo en la campaña política. Con grescas y todo. Uno que aparece con un cartel que dice “irineu corrupto” que, en tiempo real, ve transformado el cartel en el arma que lo agrede. Al otro día, el mismo cartelero, acompañado de dos o tres que toman mate haciendo de guardaespaldas, con un nuevo mensaje que dice “son corruptos y patoteros. vota con el chueco por un cambio. 18181811.” Esta vez no hay respuesta violenta sino dos tipos hoscos que se les ponen al lado con un cartel que dice “si tienen pruebas vayan al juzgado. Blancos en contra de denuncias gratuitas. 405 por seriedad”. Pero muchos en el pueblo decidieron poner a las dos fracciones políticas en la misma bolsa ya que se vio cómo los propagandistas de ambos partidos compartían el mate.
¿Y cómo es el corso, Pablo? Ya a esas alturas eran las cuatro de la mañana, nos habíamos jugado tres partidos y promediábamos la segunda botella. Porque viste que en los pueblos el corso va por la principal y se llena de gente, en Treinta y Tres lo transmiten por el canal local. El corso sigue pasando, hasta con propagandas que auspician las comparsas, dice, pero lo que no hay casi es gente en la calle. Y yo que me empiezo a imaginar la alegría de tal espectáculo sin gente
[2] en la esquina de la plaza, y el otro que hace el cuento de la reina del carnaval que, como en tantos pueblos, es un marica que, en este caso, es viejo y usa una peluca con brillantina para ocultar la calva otrora incipiente. Y saluda a todo el mundo. Lo contradictorio es que saluda a todo el mundo siendo que no hay nadie en la calle. Es más Rocha que nunca.
Atacar a la Reina. Eso fue lo que hizo Pablo. Para poder lograr el objetivo, conviene borrar la máxima amenaza. Cuando perdí la reina, supe que el partido ya estaba definido y sólo seguí jugando más que nada por pelotear. Doña Chusma no estaba perdida pero sí inmovilizada. Una táctica usual para controlar una pieza es adelantar los peones. Es decir, usar al pueblo como escudo para los intereses reales. Cuando un peón llega a la última línea, se dice que se corona. Toma el poder. Por eso ser el dueño de una empresa de cable no es fácil. La televisión es una estrategia arriesgada: puede ser la máscara perfecta o el espejo más despiadado. Mientras todo va viento en popa y el contrincante no ha percibido la jugada, el paladar se deleita con verdaderas tragedias griegas, como la del panadero acusado de puto. Resulta que había un tipo que, insidiosamente, se había dedicado a repartir que un panadero se abandonaba a los brazos de mozalbetes. El leudador, con la sangre en el ojo y en el raciocinio, se las ingenió para convencer a la mujer del hablador de que tuviera sexo con él. Conseguido el objetivo, encerró a la mujer y le quitó la ropa. A las vestiduras incautadas agregó un cartel que rezaba: “Suárez, pregúntale a tu MUJER si soy puto”. No se sabe si efectivamente el acto sexual tuvo lugar, por lo que los comentarios acerca del carácter epiceno del amasador se multiplicaron, pero el surtidor de sangre consecuente fue la comidilla del pueblo durante bastante tiempo. Incluso los medios de la capital se interesaron en el suceso y le dieron muchos minutos. Tienes razón, es como tú siempre dices, Rocha sólo es noticia por catástrofes, el culpable de toda esta macana es Martínez. ¿Qué Martínez? Martínez, el dueño del cable, muchacho.
Doña Chusma se había deslumbrado con el invento de la televisión por cable. En cuanto lo supo, decidió seguir la sugerencia de sus nietos, que siempre le decían que pusiera el cable para entretenerse. Ella pensaba que sólo se trataba de televisión. Pero cuando se enteró, en el almacén de la esquina, de que había un canal que transmitía en directo con una cámara todo lo que pasaba en la esquina de la plaza, supo que ya no recibiría gestos obscenos en la ventana ya que la vida del pueblo se estaba poniendo en pantalla. Sin embargo, como toda novedad, tuvo su momento de clímax al principio, seguido de un declive del interés parejo con el paso del tiempo. En los primeros meses, pasaron cosas espectaculares que removieron las estructuras del pueblo, como lo del panadero puto o los mensajes de amor. Sin embargo, la cosa fue estabilizándose y comercializándose. Se hizo cada vez más común la presencia de propagandas más o menos estables y de conductas guionadas. Empezó a parecerse a un canal con programación regular. Luego de un tiempo, cada vez la transmisión se hizo más rutinaria. De tanto en tanto, se organizaban obras de teatro mudo frente a la cámara que concitaron otra vez la atención del pueblo. Eso dio fama a los creativos actores que, luego de una corta temporada “en cartel”, empezaron a ser tentados con propuestas para trabajar en obras de teatro o en los propios canales de Montevideo
[3]. Fue un período no muy prolongado, por lo que pronto se volvió a una repetición de lo mismo, como corresponde a todo pueblo chico. Pero Doña Chusma sólo vio las primeras obras porque las confundía con hechos reales. Cuando se dio cuenta de que se trataba de ficción, su interés decayó, justo cuando la compañía se aventuraba por los terrenos de un arte más abstracto. Fue entonces cuando se despegó del televisor. Pensaba que la verdad debía estar pasando por otros lados. Y volvió a su puesto después de razonar que había gente que nunca veía por la tele. La vida de Martínez, el dueño del cable, que tan minuciosamente conociera, había pasado al olvido.
Si uno llega a una ciudad y quiere conseguir sus objetivos, tiene que darse a conocer por la mayor cantidad de gente posible. Traía el recuerdo de lo que me había contado Pablo de la cámara frente a la plaza y quería comprobar que tal cosa existía. Llegué en bicicleta tras unas seis horas desde Maldonado. Persistía en mis ganas de escribir una novela aunque comenzaba a pensar que el sacrificio que tenía que hacer no era sentado en aquel asiento acalambrante sino más bien frente a un teclado. De todas maneras, mantenía mi creencia de que la literatura no era más que un reflejo más o menos distorsionado de la vida, por lo que constantemente me lanzaba a buscar ideas por las rutas. Lo primero que hice fue extraer de entre mis pertenencias un cartel que decía: vengo de Maldonado, soy escritor y busco historias. Me senté frente a la cámara comiendo un refuerzo de salame y tomando agua. Cuando uno llega a un lugar nuevo, si se traen intenciones sanas, conviene darse a conocer pronto y a la mayor cantidad de gente posible. El resultado amagaba a ser el mismo de cuando me dediqué a vender librillos con haikus en la Barra, con la diferencia de que, con el público presente, la mayoría de caras indiferentes era visible. En Rocha, sólo podía hacer suposiciones estadísticas sobre mi rating. Calculaba, entre otras cosas, los efectos adversos o positivos que pudieran resultar de mi desaliño. Pero no tenía más que esperar, por lo menos hasta que me acalambrara mucho o algún policía se pusiera cargoso, como los que me habían parado en medio de la ruta 9 sólo para pedirme la cédula
[4]. Rumié con fruición lenta hasta las últimas migas de la tortuga y, sin otra cosa que hacer, desenfundé el walkman resignadamente dispuesto a conocer la programación de las FM locales. Preveía lo peor y empecé a comprobarlo bajo la forma de músicas espantosas y locutores guasos. Hasta que, en un momento, el idiota que estaba a punto de obligarme a apagar la radio empezó a hablar de mí. Por pudor estilístico, me abstengo de describir las estupideces que dijo y el tono ramplón con que lo hizo. Baste decir que me sirvió para decir que en la FM sintonizaban el canal de la plaza y eso me estaba dando publicidad. Lo que se tradujo en un cambio del paisaje porque, como por obra de magia, empezó a pasar gente en motos y camionetas en un ir y venir de calesita que me recordaba a mis buenos tiempos de salidas en Treinta y Tres, cuando yo todavía guardaba las formas. No demostraban mirarme y sólo se saludaban o no entre ellos. Algunos caminaban cerca de mí en grupitos y conversaban entre sí hablando de mujeres o proezas alcohólicas. Yo sabía que no salían para un baile por la hora y el atuendo, sobre todo en el caso de las mujeres, que todavía no se habían escotado ni pintado. Pero eso no me trajo ningún otro beneficio que la comprobación, una vez más, de la influencia que algunas cosas tienen sobre gran cantidad de gente que, en poco rato, menguó en su cantidad y frecuencia para devolver las calles a su vacío inicial.
Vi una partida en que, en no mucho más de cinco minutos, ambos jugadores sólo conservaron el rey, la reina, algunos peones y, uno de ellos, un caballo. Como es sabido, los peones tienen su mayor peso en última instancia, cuando los espacios de maniobra son reducidos o, al principio, cuando su presencia entorpece. Su valor es más bien el de ocupar una casilla, casi como si no se trataran más que de un árbol o un camión herrumbrado en medio de un baldío que sólo sirve para impedir partidos de fútbol. Lo que pasó esa noche en Rocha fue parecido. Después del enjambre, apareció con pasitos apretados y un bolso chismoso. El pelo grisáceo firmemente sujeto al cráneo por algún tipo de broche que nunca pude llegar a ver bien. Buenas noches. Buenas noches. Como a la pasada, casi sin detenerse. Vaya hasta aquella esquina y espere, indicó, casi sin mover un músculo y sin abandonar el paso lento y constante que iba hacia otra esquina. Lo medité unos segundos y, a falta de mejores perspectivas, decidí hacerle caso. Pensé, mientras juntaba las cosas, que podía darle un tono conspirativo a la historia para perpetrar un conato de best seller. Salí lento, mirando discretamente para todos lados y escudriñando de lejos una esquina que sólo parecía tener de particular una cierta oscuridad. Al llegar noté que en realidad la falta de luz no era tanta sino que sólo era un contraste con la intensísima luz de la plaza. Hacía más frío por la falta de los reflectores televisivos. Me puse a esperar y, en pocos minutos, divisé los pasitos y el bolso, que ahora estaba cargado. Venga que debe estar con hambre. Le agradezco, pero la verdad es que ya comí... Déjese de embromar, que yo vi lo que estaba comiendo y seguro que de andar en bicicleta desde Maldonado debe de estar con un hambre bárbaro. La verdad es que tiene razón. Y recorrí con ella las pocas cuadras que representaban el trayecto hasta su casa. Paredes grisáceas, ventanas cuadradas con persianas metálicas pintadas de verde. Contrastaba notoriamente con la bruta casa de en frente, de dos pisos, con un garaje enorme y en cuyo fondo se recortaba una barbacoa desproporcionada.
Pasé y me invitó con un inabordable café con leche que me hizo acordar al café con leche con bombilla de la tía Gladys. La mujer vivía sola, excepción hecha de un televisor con los colores tirando hacia el rosado y unas paredes que, de haber estado la pieza bien iluminada, habrían demostrado el color verdoso que el olor anunciaba. Se disculpaba por unas ropas que estaban sobre un sillón de cuero algo tajeado. Y no paraba de hablar y de contarme historias como si yo conociera los personajes. Me mostró la foto de la hija que estaba trabajando en Porto Alegre, ¿verdad que es linda?, y yo que le sigo el juego y le pregunto qué edad tiene la nena, veintisiete: está casada con un brasilero; y mi conquista absolutamente hipotética que se mustia antes de germinar. La mujer no me puede ver sin comer y, en cierto momento, decido ponerme firme y rechazar toda comida, armado de toda clase de argumentaciones como “nunca como tanto”, “por favor, ya llevo dos cafés con leche”, “no se olvide que yo ya había comido en la plaza”, “no es cumplido, de veras...”. El acuerdo político derivó en que me puso dos refuerzos en la mochila para que comiera al seguir el viaje hacia la frontera, que yo ya se lo había contado: iba hacia Brasil porque sentía que la lengua portuguesa crecía dentro de mí como un dios que tendría que alimentar con ofrendas de panchos multigustos de panes prensados con calor y cervezas “estúpidamente geladas”, cuyo frío se mantuviera mediante un portamamaderas con los colores de la marca y, especialmente, atraído por la ilusión de oír la lengua de pajarito de una de esas dulces y desenvueltas descendientes de alemanes del sur brasilero. Pero su gentileza se vio brutalmente interrumpida por unos gritos que venían de la casa de enfrente. Supe en el instante que la mujer, todo el tiempo, había estado esperando el momento justo para decirme algo y que ese algo clamaba por sí mismo. Los hechos fueron confusos. Recuerdo la puerta de la casa de enfrente abierta. Se pinta en mis ojos una tele con una película porno. El cuerpo de un tipo con pinta de dueño de casa vestido con sutién. Al lado de él, un joven de no más de veinte años, desnudo y demostrando un mal gusto chillón en las ropas desparramadas que cualquiera hubiera adivinado suyas, agarrándose la cabeza. Todo en una sala de estar de fasto provinciano de ladrillos, con estufa y atizadores. Y un fierro por unos instantes se siente taco de golf y aplasta el cráneo de lo que nunca fue una pelotita blanca. La noche estaba quieta y cerré la puerta. Volví a lo de Doña Chusma callado y con el café con leche revuelto. Parecía el final de la partida, yo estaba vivo, pero me parecía haber sido yo el rey jaqueado, aunque yo no fuera más que un alfil llegado en bicicleta. La noche estaba estrellada y a las cuadras se veía el movimiento del centro, y se oían cumbias villeras eructadas desde autos cargados de cerveza, y cerré la puerta de la casa de la mujer y le pedí que me contara. Me dijo que le habían meado abajo de la ventana, me contó cuál era su apodo pero que ella no hablaba por hablar. Me explicó su teoría acerca de por qué el canal del cable transmitía lo que pasaba en la esquina de la plaza. Me enteró de una doble vida y de múltiples jóvenes. Que debía tener sida y que el tipo andaba metido en no sé cuántas jodas. Supe que los refuerzos me serían muy útiles para resistir la noche pedaleando hasta llegar a la frontera y me ofreció, además, ponerme café con leche en el termo. Me acordé de mi encuentro vespertino con los milicos y aventuré que mi suerte no me haría dar con ellos de nuevo en la noche estrellada por la que pedalearía.

[1] Debo el adverbio a Llarvi.
[2] No puedo olvidar un acto de inauguración de algo que presenciamos con Llarvi, cuyo público tenía mucho de él y yo. La cuadra de la Casa de la Cultura de San Fernando estaba cerrada porque en ella estaba instalada la Orquesta Municipal, en la calle y a la mitad de la cuadra. En la puerta de la Casa de la Cultura había autoridades de saco y corbata. Habló una Presentadora Oficial. La orquesta tocó temas de los Beatles y de Roberto Carlos. Una niña daba vueltas en triciclo. La música fue pura después de que nos fuimos. Ningún ruido alteró su difusión por el aire y para el aire.
[3] Llegó a hacerse una película basada en el asunto, que ganó premios en Rotterdam, Cannes y San Sebastián, gracias a lo cual el público uruguayo se interesó y fue a los cines.
[4] En ese momento, no pude dejar de imaginarme un titular: “PELIGROSO DELINCUENTE HUYE EN BICICLETA”. Intenté disimular la sonrisa que se me desbordaba para no generarme problemas con los sabuesos azules.

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