martes, 10 de julio de 2007


El día después de anoche


Llegué como todos los días, después de la una. Y, ese día, pasado todo. La calle estaba normal, como si no hubieran encontrado a nadie tirado abajo del camión de Silva. En casa no había nadie mientras yo comía y rumiaba todo. Me lavé los dientes apoyado en el marco de la puerta que había visto el golpe seco del termo en la nariz del Richard. ¿Culpa? No, fue más bien como repasar la jugada del partido de fútbol cinco de la noche anterior, intentar interpretar por qué fue que en ese momento uno estuvo tan claro a la hora de llegar a un cierre o cómo hizo ese loco que no juega nada para hacerte bruto dribbling y enfocar el primer gol. No sentí emociones sino más bien curiosidades. Tanto que salí al fondo a ver si habían quedado huellas de la entrada del malmuriente. No pude ver nada, pero supuse que habría entrado por el fondo del vecino, el que trabaja en una empresa de seguridad, donde los yuyos son todavía más altos, enmarañados y diversos que de nuestro lado. La división entre los dos fondos casi no era tal porque el tejido de alambre estaba todo caído y roto. Lo único que había era cierta variación cualitativa de yuyal a yuyal. Tracé con mis pasos la posible ruta del Richard hasta los escalones que llevan a la puerta. Imaginé estar en su lugar y recibir el termazo. Recordé la situación y cómo la habíamos resuelto en cuestión de minutos para seguir durmiendo en seguida. Yo era el más despierto y el más lleno de adrenalina y esto último, como es sabido, es cosa que te ilumina. Parece que el tiempo se queda ahí, mirándote a ver si resolvés bien la situación. Me puse a pensar en formas y, de un plumazo, descarté la idea del sótano por el futuro olor a podrido y por unos inevitables huesos. Me pasaron por la cabeza algunas ideas sangrientas inviables y supe que no tendríamos leña suficiente. La sensación de la poesía. Es como un detenimiento muy violento y a la vez suave. Las ideas se juntan con las emociones como en un choque de trenes que se convierte en un girasol explosivo que sólo después de un rato deja que su perfume se disipe. Es como estar adentro del sol y sentir la tibieza de los rayos en una playa en la que el agua se desliza sobre la orilla. Como estar cómodamente sentado y paladear un cuento perfecto que escribió Poe en un siglo de carbón, en el que te muestra que la forma mejor es la más simple. En las grandes jugadas, el tipo avanza y parece que los defensas se van abriendo. Una estocada sencilla e ininteligible salvo para una mente que puede ocupar otras mentes, un cerebro capaz de saber que lo evidente es lo más difícil de ver. Un cuerpo que es llevado por seis brazos cautelosos, en medio del frío, hasta abajo del camioncito coreano de Silva, dos o tres casas más adelante. Abajo del camión, ahí va, pero que no lo agarre la rueda así no le hacemos problemas a Silva, que probablemente fuera el encargado por el destino de encontrar el cuerpo y avisar a la policía. Sacamos la cuenta de que quizá le embromáramos la mañana y no pudiera hacer algún flete que tuviera pactado, pero llegamos a la conclusión de que “¿qué es más grave...?” Como era invierno cerrado, no andaba nadie en la calle, salvo algún auto que se veía a lo lejos en la avenida. Seguro que nadie nos vio. Y, al otro día, a laburar, a laburar, a laburar, a laburar, qué despertador podrido, cualquier día le pego un martillazo. Siete y pico de la mañana, me monto en la bicicleta y salgo. Miro de reojo hacia abajo del camión y entreveo un champión pero sé que declararé que no vi ni oí nada si es que llegan a preguntarme algo.
Después de almorzar, me pongo a ordenar algunos trabajos atrasados, hasta que siento los golpes. Pum. ¿Será acá? Y de nuevo: pum. El trabajo no era de lo que más me gustara y pum. Empecé a desconcentrarme. Pum. Intenté ordenar los papeles más nuevos pero pum. Supe que podría dejarlo para atrás con toda comodidad, pum. Me paré, estirando el cuerpo, pum. Tuve que ir hasta el frente, pum. Cuando salí, yo mismo contribuí a que la pelota siguiera golpeando. El gurí del frente, que se pasaba jugando al fútbol, me invitaba indirectamente y yo aceptaba. Primero penales contra la pared de casa y después uno contra uno con arcos marcados con ladrillos en medio de la calle. Era chico pero cómo corría. Y, al ir jugando, vamos conversando de cosas importantes como si Andalucía juega el sábado y si él entra de titular. Hice dos goles el otro día contra El Molino, ¿cómo salieron?, perdimos siete a cuatro, pero te queda la sensación de que el gurí juega mucho y si sigue así en una de esas llega a la primera. Es simpático y vamos teniendo una conversación de hombres, aunque todavía él no habla de mujeres y no hay política que contamine, pero de todas maneras sabe que hubo un revuelo de policías de mañana. ¿Que había qué? ¿Y vos lo viste? Más o menos porque lo taparon con unas bolsas. ¿Sabés quién era? Dicen que era de las viviendas. ¿Y dónde me dijiste que estaba? Abajo del camión de Silva. Pah, qué salado. El gurí patea la pelota desviada y justo va a dar al pasto delantero de la vecina de al lado, que anda ahí en la vuelta con la escoba. ¿Cómo anda vecina? Trabajando, no como tú. Se ríe pero de golpe se pone seria. Che, ¿viste el relajo que hubo de mañana? Me estuvo contando el gurí algo, ¿qué pasó? Le tiro la pelota al gurí, que se pone a hacer jueguitos. Da detalles sobre la montonera, siento que habría pagado por verla, dice que los milicos anduvieron interrogando a todo el mundo, a ella misma la despertaron para preguntarle si había visto u oído algo, pero no, no sabía nada. ¿Tú no viste nada? No, la verdad es que me entero por usted y por el Facu. Y sí, como andan ellos no es raro que terminen así, con las drogas esas. Mismo, andan al filo de la navaja. Vuelta y media aparece alguno tirado en algún baldío, son todos de esos que entran y salen de la cárcel, éste nomás había salido hacía poquito dice, yo la verdad es que voy a tener que poner rejas porque me tienen podrida ya, no se puede dejar algo colgado que te lo llevan.
Vuelvo a jugar a la pelota con el gurí, hasta que le digo que me tengo que ir. Después del baño y de seguir postergando los trabajos atrasados, me tomo el ómnibus. Caí a la casa de ella más o menos en la caída del sol, a la hora del informativo del cuatro. Nos tomamos unos mates con la suegra y con Mariana mientras los políticos seguían el discurso eterno y Peñarol perdía de nuevo con Cerrito. El informativo estaba anodino como siempre hasta que apareció el Poroto Sánchez, el corresponsal afásico, en el barrio de casa. Se veía lo de Silva de fondo. Entrevistaba a un milico y éste decía todo lo que sabía. Las declaraciones de la jueza tampoco tenían interés, tampoco sabía nada. El milico dijo algo de ajuste de cuentas, pero es como no decir nada. Silva, que se comió el garrón, por lo menos le escurrió el bulto a las cámaras, cosa que no sucedió con su camioncito, que obtuvo sus quince segundos de publicidad: Fletes Silva, teléfono 244562. La noticia fue más interesante porque era el barrio de casa pero, por lo demás, no daba datos. Probablemente nunca se volviera a hablar del caso. Mariana ya le había contado todo a la madre, es decir, todo menos cómo había llegado el Richard ahí abajo del camión. Yo sólo tenía que decir que había salido como siempre rumbo al trabajo y que no había visto nada, que todo me lo habían contado entre el gurí y la vecina.
Esa noche tocó. Pero fue distinto, esa noche hubo un algo más vertiginoso, un estar acostado en el filo de la navaja. Lo que tenía que volar lo hizo de forma más drástica. Dentro de un túnel de viento, con sopapos de aire, las venas transportando sangre boxeadora. El silencio como pozo. Hasta que decidí romperlo y contarle del papelito.

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