martes, 10 de julio de 2007

Tenía una excentricidad que lo pintaba de pensamiento entero. No disfrutaba plenamente de un paseo o una salida a algún lugar si no iba acompañado de, por lo menos, dos personas, que debían ir una a cada lado suyo. Él tenía que ir al medio. El máximo disfrute era cuando iba con cuatro más, porque entonces podía disponer dos a los costados, uno adelante y el otro atrás. Cuando le preguntaban la razón de tal desatino, hablaba de política. Contaba anécdotas de su juventud. Explicaba que el mismo partido había gobernado por décadas en el país y que algunos de sus opositores se autodenominaban “de izquierda”. La dictadura había convertido a todos los opositores en “izquierda” y “subversivos”, por lo que se había generado una lógica ajedrecística, pero más bien desordenada. Después de la dictadura, ganaron de nuevo los de siempre y los de “izquierda” redoblaron su actitud opositora. Luego ganaron los otros opositores que, al no ser “nosotros”, se convirtieron automáticamente en “derecha”. Las crisis económicas tiñeron de verde esperanza a los de “izquierda”, que antes eran “rojos”. Un día celeste por demás, los de “izquierda” asumieron la presidencia (algunos suponían que la asunción insumía un necesario corrimiento al “centro” o, según los decepcionados, a la “derecha”, allí donde mora el diablo, que curiosamente es rojo). Antes de ese día de marzo, criticar al gobierno revelaba lucidez y progresismo. Luego de él, la actitud crítica se tornó reaccionaria, imperialista y venenosa. Carlos Pérez, quien consideraba que las ideas de “pensar” y “ser libre” eran sinónimas, escribió una obra de teatro en la que un personaje caminaba siempre flanqueado por un oficialista y un opositor, de tal manera que sus ideas eran siempre políticamente correctas e incorrectas al mismo tiempo sin que fuera necesario oírlas, porque, según las acotaciones de la pieza, el gubernista y el aspirante al poder escuchaban persistentemente sus audífonos. Como es de suponer, la obra nunca se puso en escena porque, o bien los actores la consideraban una ofensa a los que les mentían, o bien se sabía que el público de ninguna manera permitiría que le dijeran la verdad. De resultas de este fracaso, Alcántara decidió que el personaje perfectamente podía ser él y que, con toda seguridad, su supuesta locura fuera más publicitada que la única incursión suya en el género dramático.
Si bien se piensa, esta obsesión de la masa por la mentira es campo fértil para la literatura. Es por eso que Pérez de Alcántara cosechó algunos éxitos en el campo de las letras. Eso sí, siempre sus aventuras bien sucedidas fueron en el campo de lo realista, que puede considerarse fácilmente una falsedad, mientras que el absurdo o lo fantástico pueden ser vistos como peligrosos porque su turbidez hace sospechar verdades. Había leído mucho a un portugués con apellido de máscara, inventor de varios escritores que, según él, justificaban una producción profusa. El luso, probablemente adrede, había dejado su obra inédita, esparcida y fragmentaria. ¿Por qué pienso que a propósito? Porque los policías de la literatura sienten pasión por estructurar lo aparentemente desestructurado y por clasificarlo en casilleros estancos que lo pongan bajo control. La inteligencia del escritor radicaba en escribir para una posteridad de bibliófilos curiosos y serviles. Alcántara había publicado poco, breve, artesanal y diverso. Se encargó de generar su propio mito, como hacía con la reflexión sobre las izquierdas y las derechas. Una aureola de huracán tenue rodeaba algo cuyo ojo sólo podía verse de forma tangencial e imperfecta. Dicen que los mejores autores son los que crean una corriente. Éste creó un cambio climático, similar al del portugués pero en la comarca uruguaya, donde es mucho más improbable esconderse. Para un europeo es relativamente fácil ser esquivo, pero esto no es así en un país que es un pueblo chico. Ahora bien, es más difícil huir de la justicia europea que del errático, lento y poceado Poder Judicial uruguayo. Es que, en su afición por las novelas policiales combinada con su gusto por representar sus propios personajes, Alcántara sumó a su condición de escritor la condición de sospechoso.
Lo que voy a escribir en este párrafo puede parecer un auténtico nudo en el pelo, así que atienda. Porque aquí entro en la historia, como Pérez de Alcántara, que escribía y era lo que escribía. Ya expliqué que soy un escritor policía y que me ocupo de imaginar para averiguar. También dije que, en mi condición de gendarme, me iba a disponer a robar historias además de intentar descifrar una historia que me estaba birlando, porque a nadie dije lo que encontré en los envoltorios de la supuesta droga. Algo de verdad, de acontecimientos concretos, policiales. Algo de mito, de resplandor de suposiciones. La posibilidad de que la verdad literaria y la verdad verdadera fueran la misma y que tal superposición diera a entender exactamente lo contrario. Hablé, además, de los policías literarios, de esas hormigas obreras que hacen colmenas para almacenar las alas del pensamiento. De alguna manera, soy uno de ellos. De otra manera, lo admito aquí, soy un espejo que copia a Pérez, que copia a un luso, que copia a un artífice ignoto. Depende de si estos escritos se miran desde la izquierda, la derecha, adelante o atrás, sí, de la posición, incluso del estado de ánimo. Muchas miradas podrán verme como ladrón, otras como copión, otras como genio, otras como académico vano. Lo seguro es que allá usted. Del lado de acá, yo, divirtiéndome entre las sombras.

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