martes, 10 de julio de 2007

Los papelitos se me empezaron a aparecer en la cabeza como una especie de reguero de migas de pan. Conozco un tipo pedante que parece que, cuando habla, sopla papelitos de colores hacia los ojos del interlocutor. Están los otros cuyo trasero se llena de papelitos. Ni que hablar de los que usan papelitos picados como mentira organizada. Pero, en este caso, eran narrativa, poesía y evidencia. Parecían contar una historia y eran una clara forma de distribución del género lírico. Recuerdo que, antes de entrar en la policía –ya que después no me invitaron más-, iba a las lecturas de poesía. Los poetas allí presentes empleaban gestos e impostaciones para llorar por la escasa difusión de su magro producto. Nosotros los poetas, siempre los mismos, luchamos con el signo contra la nada, diez tipos cirscunspectos escuchando lo que ya habían aplaudido diez veces, nuestras armas destruidas sin iba, una leve picazón afectaba alguna gónada oculta, paroxismo paroxítono, un profesor de literatura que no podía evitar el pavoneo terminológico (un oxímoron, si se me permite el análisis), un cobrador de la deje ahí que se ríe de nuestro producto, las ironías quejumbrosas del que se siente ávido de poder porque no lo tiene sobre sí mismo, y si una mujer aparece vamos viendo como el capital y su antinomia se desvanecen, ¿para qué decir algo nuevo si se puede decir algo viejo pero sin formas?, y me hundo en los ataúdes de la memoria al ver cómo los pastos nuevos crecen sobre nuestros huesos dictados, no hay que hacer comentarios, y es una lágrima la que pudre nuestras raíces a cielo raso, no a cielo general por cierto... Otros se empeñaban en homenajes, como en los asados, donde un gran porcentaje de la reunión está destinado al recuerdo y comentario de otros asados. Creo que los papelitos significaron toda una revolución en el concepto de poesía, y a nivel mundial. Si repasamos las grandes revoluciones literarias que cuentan los libros, podremos ver que todas se encontraron circunscriptas a un quirófano. Pero la poesía no es cosa de poetas, que a veces son de lo más estilizados. La poesía bien puede ser el brusco choque de la jeta contra un piso de hormigón que te roba los dientes y la sangre, porque es un choque de neuronas. Durante toda una generación, se le reclamó un compromiso a las letras con los temas de la sociedad y se vendieron muchos libros con eso. Luego, la camada de poetitas insuficientes que intentaron emular a “el poeta de los papelitos” se sintió en la necesidad de hablar de sangre y seguridad ciudadana, mientras que el ignoto artífice juntaba la letra al hecho en poemas como “esta hoja del árbol de sangre es un espejo que te corta al afeitarte, sociedad”, “este cuchillo es la reja de un arado, es la reja que aprisiona para siempre al criminal” o “cuchillito de papel, por el cielo volará, a los piches matará, la la lá”. Las muertes fueron diversas, pero con el denominador común de que los occisos habían visitado las comisarías, los juzgados y las cárceles. Andaban sueltos pero alguien los atrapaba. La policía no llegó a elaborar un perfil del asesino porque éste le solucionaba los problemas. Era claro que se trataba de alguien con acceso a informaciones calificadas que, además, tenía un sentido estético marcado, fácilmente rastreable. Además, este es un dato que agrego ahora, el auge de la poesía asesina coincide con el período del que no hay producciones de Alcántara. ¿Es lícito suponer una relación directa entre la actividad orgiástica de un asesino y la depresión creadora de un poeta? Me planteo si no estoy cayendo en las redes del pensamiento del “dos más dos es cuatro”, del “es evidente”. Dudo. Todo me lleva a pensar en una idea y, por lo tanto, me veo obligado a dudar acerca de mis razonamientos. Tengo una noción bastante clara del derrotero de los textos de Alcántara. Lo que pasa es que sólo yo sé eso y tengo la inseguridad propia del que transita un camino que nadie antes ha transcurrido a los machetazos limpios. No tengo más apoyo que mis propias ideas. Puedo establecer un mapa de la obra literaria y superponerlo con la gráfica que muestra un pico en los asesinatos. Podría agregar como evidencia algunos de los pocos cuentos de Pérez de Alcántara que pude encontrar. Algunos, los que se volcaban hacia la ficción, pintaban un ansia de ajusticiamiento. Incluso, se recurría a una aburrida descripción del chusmerío en los pueblos del interior para mechar, como salido de la nada, un asesinato subrepticio. El expediente de mezclar la estructura de un cuento con la de un partido de ajedrez, además de revelar la pasión alcantaresca por este juego, parecía simbolizar un enfrentamiento de ciertas fuerzas y la búsqueda de un objetivo concreto. Pero la pista más firme quizá fuera el hecho de situar el relato en la zona fronteriza entre la ficción y la realidad. Porque el escritor parece cobrar carne y hueso, se mete en la historia y, como otras veces, mata. Quizá sea ese el rasgo más saliente de la narrativa de Alcántara: es como una arena movediza que oscila entre el diario íntimo y la ficción más desbocada, asentado todo eso en la creencia, que va implícita, de que contar la realidad puede ser lo más increíble. Por eso mismo, si un asesino quiere pasar desapercibido, tiene que hacer mucho ruido en vez de ocultarse. Me dediqué a trabajar aceptando la hipótesis de que el asesino era el escritor, lo cual hacía que mi interés literario fluyera en una sola corriente con mi interés policial. Digamos que tenía al sujeto pero no al móvil. La última gran revolución de la poesía, llamada por algunos “la dura poesía concreta”, debía tener un origen, un detonante.

No hay comentarios: