martes, 10 de julio de 2007


A falta de psicólogo en la seccional y porque la jefa de policía prohíbe los interrogatorios tradicionales, me despertaron a las tres de la mañana, no sé por qué mierda tengo teléfono, y yo que no quise estudiar medicina para evitarme los pesados que se enferman de madrugada. Hay cosas fatales y fatal era mi cara sin lavar cuando hube de encontrarme con la cara del piche, cuyas puteadas ya eran por compromiso de tan sojuzgado que estaba. Porque hay cosas que, al prohibirse, se hacen con más sutileza. Y la crueldad es tanto más cruel cuanto más sofisticada. Como el amor, si es que existe.
La cosa venía de bicicletas y dividís, pero principalmente de lo mismo de siempre, que estaba como una especie de río más o menos mudo corriendo por atrás de todo. Porque todo humano busca a su dios como puede y un dios es como la poesía, un río continuo que, en ocasiones, uno puede percibir de soslayo, como quien va por el monte y oye el rumor impreciso del agua que corre. Pero los humanos relegados a vivir lejos de las calles cuadradas se tiran en barriles por la primera catarata que se les presenta y saltan desaforados como una mariposa en el fuego. El sistema los agarra con sus redes azules y los interroga para ver por dónde va corriendo su fuente de cataratas, que mueve muchas verdes hojas de plata. Pero el poder se encuentra con el problema de la interpretación. Y uno, como una especie de rabino ad hoc de un gobierno sin dios pero con diablo, se tiene que levantar a las tres de la mañana pateando libros tirados en el piso para ir a ver si se puede entender algo de las incoherencias que seguramente va a soltar el piche que, a pesar de que no entiende nada porque le queda la mitad de lo poco que su malnutrición le había permitido desarrollar. Y todo eso debe ser considerado como una suerte de evidencia o algo así que el sueño no me permite discernir bien.
Llego a la comisaría con los saludos de rigor. Saludo a un policía de Rivera y a dos de Treinta y Tres. Y me mando para adentro. Resultó que lo conocía al piche en cuestión. Me acordaba de él sentado del lado de la ventana, contra las rejas inevitables, pero sin embargo atendiendo a la clase y no a los autos de la ruta como los otros presos, aun cuando iban por su propia voluntad. Bueno, a decir verdad: yo no estaba en los milicos ni porque el sistema me precisara ni porque las autoridades hubieran tenido ideas originales, porque nunca las tienen; tampoco había otros escritores que prestaran servicios al Ministerio del Interior; nunca había estado en el tapete mi condición de fabulador para entrar a la institución auxiliar de la justicia. Cuando vi el aviso en el diario del domingo supe que era lo que necesitaba si quería tener acceso a la mentalidad del hampa, porque así podría escribir las novelas policiales con las que desde hacía cierto tiempo soñaba. Había un programa de nombre pomposo que, en el afán de “traer las ovejas descarriadas al redil” según dijera cierto verborrágico encorbatado, había supuesto que el adiestramiento de los reclusos en las luces del razonamiento y el arte podría hacerlos mejores personas, en detrimento de su carácter delictivo. Se pedían profesores para los presos. Desde el mismo momento en que vi el llamado empecé a planificar. ¿Qué lecturas serían las convenientes para mis futuros alumnos? Nada de moralinas, eso era seguro. Como rezan las máximas del “aprendizaje significativo”: ir de lo conocido a lo desconocido. El Lazarillo, para que vieran que ya en la Edad Media se afanaba. Agatha Christie para que se entretuvieran y de paso aprendieran a no dejar pistas. Sherlock Holmes para que lloraran la derrota del archienemigo Moriarty. Y toda una lista de cuentos de asesinatos y vejámenes salvajes. Debo decir que, acaso por única vez, llevé a cabo lo planificado y no actué sobre la base del impulso como casi siempre hago y deshago las cosas. Creo que nunca tuve alumnos más entusiastas y prolíficos en aportes para la clase. Tanto, que los comentarios de los textos muchas veces resultaban ser correcciones hechas a los famosos autores. No creo haber incidido en la reforma del carácter de alguno, pero estoy seguro de haberles dejado unas ganas locas de leer novelas policiales. Algunos incluso se abocaron a la escritura de sus memorias. Me leían textos al mejor estilo de los peores talleres literarios y, tocados por la luz de la creación, muchas veces se mostraban refinados y hasta con gestos de divos, aunque cumplían el rito humilde de pedir mis consejos y correcciones que esperaban como a un maná carcelario. Pero lo feo es que mi recuerdo es así de emocionado porque aquello duró lo que un lirio: nada más que un año de clases. Y si seguí en el Ministerio (nunca podré asumirme como milico, yo que escuché cuentos de la dictadura desde mi más tierna infancia) es porque un error administrativo me ingresó en las computadoras con grado de sargento en vez de ubicarme en las listas de contratados. He escuchado que algunos deslenguados suponen arreglos y componendas con algún jerarca de la época. Pero, ¿importa eso ahora?, ¿se dejará llevar la persona inteligente e instruída por chusmeríos baratos?
Jonathan solía sentarse contra las rejas de la ventana, algo torcido en el banco y era de esos a los que se le notaba el brillo del interés en los ojos. Ahora se lo veía quebrado, con la cabeza gacha, sin esos gestos desafiantes que tienen los piches cuando los agarran. Bueno, de todos modos, éste no era del tipo altanero sino más bien ladino. La idea era que yo tenía que sacarle jugo a una piedra. Cuando me llamaban era porque habían fracasado los argumentos de madera y fierro. Esperaban que yo hiciera el milagro. Pero, voy adelantando, esa vez no logré nada para la causa ministerial. No se pudo comprobar nada, aun cuando entre los milicos reinaba el convencimiento de que había que encarcelar a Jonathan. Mi interrogatorio macanudo no obtuvo claves que incriminaran al susodicho o algún colega suyo. Y no tuvieron otra que largarlo.
Vio su cara en la de ese hombre. Él tenía un arma y el otro también, sólo que uno estaba autorizado a usarla y el otro se veía obligado. Uno había perseguido al otro hasta acorralarlo. El fugitivo llevaba tatuajes y el sabueso vestía uniforme azul. Se dieron cuenta de que su padre había tenido una doble vida y resolvieron unificarla. Desde ese momento en el callejón, hubo un caso más de asociación entre criminales y policías.
Ese fue el primero que me mostró, lo llevaba encima, en un papelito impreso. Jonathan me estaba esperando a unas tres cuadras de la seccional. No soy jactancioso pero debo decirlo: siempre consigo lo que quiero. Parece como si el universo conspirara a mi favor. Mi pecado no es la jactancia sino el egoísmo porque, en un amplio noventa y nueve por ciento, las cosas que consigo son para mí. En la comisaría lo interrogué a conciencia, pero con la firme precaución de ser convencional. Como nada se logra siguiendo recetas, el diálogo no pasó de una cuestión anodina y aburrida, sin siquiera el condimento de los palos con que los milicos sazonan su cocina interpretativa. Yo siempre había sospechado de Jonathan y no iba a dejar que la ley obstruyera mi curiosidad, que se vio más atizada todavía cuando leí este otro cuento.
Decidido a encaminar su vida, resolvió solicitar ayuda psicológica. La profesional le hizo ver que lo que necesitaba era ver. Tuvo una sensación de vacío cuando conoció la respuesta. Preguntó si el hecho de ver le proporcionaría felicidad. Ella contestó que ver significaba hacerse consciente del camino. Él razonó que esto tenía dos vertientes: la felicidad de simplemente ir y la opresión de saberse llevado. Pensó que dejarse llevar era una comodidad que le causaba la incomodidad de no tener autodeterminación y que, en consecuencia, tener autodeterminación implicaba generarse complicaciones. El torbellino de pensamientos lo llevó a preguntar qué podía hacer. Ella respondió que tenía que hacer algo. Decidió hacer las dos cosas al mismo tiempo: dejarse llevar y generarse una complicación. Cuando llegó a la cárcel, lo trataron como a una psicóloga asustada.
Tanto las oraciones rápidas y cortantes como la lógica implacable del relato no reflejaban la mente de un hampón cualquiera. En las clases penitenciarias, mi desconfianza hacia Jonathan venía más que nada de su letra. Escribía con un nivel ortográfico más o menos igual de malo que el de los otros reclusos. También gastaba pocos renglones y omitía similar cantidad de respuestas que los otros. Su incumplimiento de tareas andaba en el promedio. Pero algo no cerraba. Parecía haber disciplina en sus errores, una suerte de premeditación. Lo que más me hacía entrar en dudas era su caligrafía que, sin ser buena ni mucho menos, no podía ocultar la costumbre de escribir. Y ahora, al darme estos cuentos, de algún modo se confesaba, aun cuando los textos no fueran escritos de su puño y letra. Al irse hacia el lado para el que yo no iba y pedirme que siguiera mi camino, sin embargo, me dejó dudando acerca de cuál era su confesión. ¿Admitía un robo o una identidad?

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