martes, 10 de julio de 2007

Junta

Cada tanto los vecinos no aguantaban más y denunciaban. Orden judicial mediante, el procedimiento que se repetía cada algunos meses consistía en entrar en la casa y empezar a cargar camiones con destino a la gran montaña de basura a las afueras de la ciudad. El detonante siempre era el mismo: el olor insoportable. Y nadie lo podía desalojar porque el hombre era propietario. Quien resistiera el olor por unos segundos podía ver lo que sacaban los municipales con máscaras antigás. Pedazos de sillas, pelotas de fútbol pinchadas, championes sin suelas, cartones, carteles de políticos, bolsas de basura rebosantes y chorreando juguito, moscas, cajas de cartón llenas y vacías, partes de bicicletas sin concierto, esqueletos de gatos y de perros. Y después, unos que llegan con túnicas blancas a fumigar y regar con hipoclorito. Por un tiempo, el barrio volvería a tener olor a barrio. Hasta que el vecino no juntara de nuevo la cantidad de basura necesaria para saturarlo todo. Atrás de esas ventanas siempre cerradas se alzaban pilas de basura entre las que vivía el tipo, sobre cuyas costumbres se especulaba. ¿Por qué hacía eso? Tiene que ser psiquiátrico, ¿por qué no lo internan? ¿Agregaba su propio excremento a la basura que recolectaba compulsivamente? Imaginate que te invite a comer a la casa, dice el asqueroso que logra la más completa cara de asco de la nena de papá y mamá.
Esta vez lo habían bañado. Porque estaba internado grave en el Hospital. La ciudad no podía hacer otro comentario. Todo el mundo supo su apellido, de quién era pariente y que, durante su juventud, había tenido no sé qué relación con el gobierno. Circuló por internet, y luego en la televisión, una foto que alguna enfermera le sacó con un celular, lo que provocó no pocas polémicas y una cacería interna por parte de las autoridades de Salud Pública. Esta vez los canales de televisión pasaron más imágenes y las portadas de los diarios mostraron la capacidad de sus fotógrafos de tomar el detalle grotesco. El hombre apenas articulaba las palabras incoherentes de un loco agonizante. Estaba sedado porque su cuerpo era un reguero de metástasis que lo conducirían a un irreversible contacto íntimo con los gusanos, que lo abrazarían como dándole la bienvenida después de la horrible agonía desinfectada.
Esta vez el olor a podrido había superado con creces al de ocasiones anteriores. Se notaba la desesperación de los vecinos en la televisión, que no puede ser, que cada poco tiempo lo mismo, que acá no se puede vivir así, que tendrían que internarlo en el Vilardebó. Hubo que intervenir de nuevo y allí se encontró al dueño de casa agonizante, lo cual habría sido lo de menos si, tirados a lado de su cama, no hubieran estado los cuerpos muy podridos de dos hombres. Casualmente, varios días antes habían sido denunciadas, con minutos de informativo central incluidos, la desaparición de un cuidacoches y de un hurgador de basura. Sendas mujeres desesperadas, la leche para mis hijos (cinco o seis), para los pobres no hay justicia, unos pocos dientes que se desesperan, ocho o diez gurises hijos de una de ellas que se arraciman frente a las cámaras y se reaviva la polémica sobre si hurgadores de basura o clasificadores de residuos. Unos que recuerdan prepotencias de los cuidacoches, ¿te acordás el tipo aquel de Melo que le encajó un tiro a uno?, dudan de su fiabilidad, los miran distinto. El debate en la televisión dura unos días y llega a hacerse un programa especial; en la radio AM aguanta un poco más, con informes e investigaciones serias, y opiniones de la audiencia; algunos semanarios elaboran unos muy buenos informes que pronto son sepultados por la situación de los bombardeos o la contaminación por residuos industriales o unos políticos que deciden golpear sus pechos por unos días. Sólo existe un tipo de texto capaz de perpetuar un hecho así, por más chocante que sea. Porque llamativo era, si se tiene en cuenta lo que revelaron las autopsias. Ambos mostraban signos de asfixia por ahorcamiento y, entre las ropas de los dos, figuraban sendos papelitos escritos con letra elegante. Decían lo mismo: Lo habían robado varias veces y la policía había actuado como de costumbre. Se puso a pensar mientras veía la televisión. El Discovery mostraba cómo capturaban asesinos y él supo que nunca lo capturarían. Siempre había sido imaginativo. Ideó un asesino en serie distinto, incluso con tintes justicieros. Sigue en la próxima edición.

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