martes, 10 de julio de 2007

Sigo dando clases en secundaria pero poco, más que nada por gusto. Cada tanto me llaman para dar mi opinión en algún caso peliagudo, como la vez del robo de banderas uruguayas en las proximidades de un centro de formación docente. Les expliqué que seguramente el ladrón sería algún estudiante a punto de recibirse, lo suficientemente excéntrico como para robar una bandera y mantener una conducta disciplinada consistente en repetir el mismo delito superfluo, de más valor simbólico que comercial. Les dije que debía ser un varón, heterosexual, ágil y proveniente de otro departamento. Agregué que con seguridad fuera inatrapable ya que el hecho de que hubiera robado descaradamente las banderas y siguiendo un patrón tan rastreable indicaba un desafío propio del que tiene planificado cómo deshacerse del cuerpo del delito rápida y fácilmente. Tuve que decirles que todos los compañeros debían saber que era él aunque no lo hubieran visto, pero que no habría pruebas. Sugerí que desistieran y llamé a un amigo de Flores para contarle lo ocurrido. Che, Sánchez, viste que hay cosas que se repiten... ¿Te acordás? ¿La tenés todavía?
Conseguí acomodarme en una oficina administrativa. Mi horario depende del de una abogada que tiene la más completa autonomía a raíz de la confianza que tiene en ella la jefa, por lo cual llega con una rigurosa flexibilidad. Está bueno porque tengo tiempo de hacer mis propios trabajos de investigación. La otra vez, por ejemplo, me puse a fisgonear en los cuadernos de denuncias de robos. Sí, cuadernos. El procedimiento para hacer una denuncia está compuesto por los siguientes pasos: llegar, dar con un policía que escribe más o menos lento y mal en un cuadernito roñoso, preguntarle ansiosamente algo al milico (que ni te mira) y extender la mano para llevarse el papelito de morondanga que te dan como comprobante, sin sellar ni nada. Agarré unos cuadernos y me puse a buscar denuncias raras. Lo más común eran motos, bicicletas, algún auto y los consabidos electrodomésticos. Pero cada tanto aparecía, con la letra ardua del milico de turno, un collar con diamantes “engrasados” o una “noutbuc”.
El país ha cambiado. Es decir, ha pasado tiempo, el carro se bamboleó hacia uno de los lados y hacia allí se ladeó la carga de zapallos, siempre a favor de la gravedad. Desde mi punto de vista se aprecia algo notorio: logré estar muy cómodo. La contratación de profesores terminó por ubicarme en un limbo rentado y mullido desde el que veo pasar la vida. Me siento todo un Bernardo Soares desde mi oficina con vista a la plaza. La bajada áspera del café del mediodía le pone cuerpo a mis pensamientos acerca de los transeúntes. Conozco los horarios de los empleados de los comercios de la vuelta, me sé de memoria los escotes más notorios, ya le vi tres novios a la muchacha del kiosko, que al gurí no le da mucha bola, vi dos infartos y un choque. Me aprendí el modelo fractal de las palomas alteradas como círculos en el agua por unas migas de pan. No pude decidir enamorarme de ninguna porque a todas las veía de arriba. Imaginé qué porcentaje de los que caminaban por Sarandí habían terminado el liceo. Me especialicé en saber quiénes de los que aparecían en la esquina de 25 de mayo y 18 de julio tenían como destino la jefatura de policía. Por momentos siento que sé el universo cuando veo el viento que mueve las hojas de los árboles y el pelo de los niños que crecen rápidos. Sin embargo, no soy soberbio porque conozco mi condición de habitante de una zona neutra a quien nadie escuchará. Cierro círculos perfectos cada vez que me asomo a la eternidad, un esqueleto de formas, una especie de cuaderno interminable que repite la misma denuncia con pequeñas variantes. El país ha cambiado, ahora los números son de otros colores y muchos los apoyan. Pero es más o menos igual lo que yo veo desde mi atalaya desde la que todo deja de ser concreto. Todo pasa a convertirse en una trama que da vueltas en el aire que no es aire. Es un libro, es una denuncia única que fue hecha hace algunos años. Robaron algo que ningún ladrón en su sano juicio robaría.

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