martes, 10 de julio de 2007

Donde un peso pesado obstruye el llanto

Me dijo que me llamaba y quedó de aparecer de casa ese jueves, pero nunca más apareció. Punto final. Lo supe claro. El vino, en vez de nublarme, hizo que esa noche lo viera todo. Salimos de casa con Hernán, Pablito y Carlitos como por un río acolchonado y un poco zizagueante que fue a desembocar a un pub en el que había aproximadamente quince hombres por cada mujer. Creo que jugamos unos pooles y seguimos tomando un vino de indudable calidad: horrible. En una, nos pusimos a conversar con una pareja. Era un loco con bruta pinta de pajero y una mina que estaba bastante buena y tenía aspecto de conocer mucho más de la vida. Yo la miraba con codicia y me la cargaba abiertamente, le hablaba clavándole la mirada y parecía que el tipo no se daba cuenta. No sé por qué me fui de ahí y me puse a conversar con una gorda horrible que tenía cara conocida. Los ríos del alcohol muchas veces originan lagunas y tal vez es por eso que no me acuerdo que terminé conversando con ella afuera. Interrumpí la charla que venía a la altura de un “dale, yo vi que vos me miraste” y qué se yo con un chupón. El gusto a cigarro no impidió que le encajara otro, luego del cual le expliqué mis intenciones, “mirá que lo único que quiero es coger, tengo novia”. Ella asintió de buen grado. El “tengo novia” era una estrategia más que una verdad porque yo ya era consciente de mi soltería, ya sabía que Mariana nunca volvería. Fue a despedirse de la amiga mientras yo iba a comprar condones al veinticuatro horas de la esquina. Yo en mi bici descalabrada y ella con su bamboleo de gruesas caderas. Salimos sin rumbo por unas calles vacías en busca de un lugar porque mi casa estaba llena de gente y ella vivía con una abuela que no era sorda. Fuimos a parar a una calle ciega que daba a unos matorrales, hacia los cuales enfilé sin miramientos. A ella le pareció feo y con razón. Minutos más tarde, yo acababa sin pena ni gloria en una casa en construcción, con el fondo musical de un perro atado en el terreno lindero. Fui cortés y la acompañé hasta la casa, que resultó ser a media cuadra de la mía. En el trayecto, me contó que el novio trabajaba de noche y que pensaba entrar de cajera en un supermercado y no sé qué más.
El sol me dio en la cara y me levanté antes de lo que la borrachera hubiera permitido suponer. Encontré los restos sin fregar de la fiesta de la noche anterior y me dediqué a poner orden, muy a mi pesar. El cielo estaba bien celeste y, después de almorzar sobras de asado y echarme una siestita, agarré la descalabrada y caí por la playa. Salí a caminar y me encontré con un partido de fútbol allá por la parada 10, donde quemé los últimos restos de alcohol. Con unos cuantos magullones en las pantorrillas sentí el abrazo amniótico del agua fría de la tarde avanzada que me vería caminar de vuelta hacia la parada 19, donde había dejado la bici. La arena y el arrullo de las olitas impulsadas por el sol cayendo me hicieron sentir como un frasco con agua de río, en el que las partículas en suspensión empezaban a precipitarse lentamente, como hojas muertas, cayendo en la cuenta de que una vez más estaba solo y que quizá eso fuera lo mejor. La experiencia me decía que se cerraba un capítulo y que mi novela de aventuras seguía. De todas maneras, sentía ganas de verla y de hablar con ella. No tenía miedo de que hablara del Richard porque ella también estaba metida. Cuando veía cierto tipo de noticias en el diario, sabía que era ella la que escribía y lo sentía como una especie de conversación. Con el detalle de que no había un ida y vuelta entre el emisor y el receptor. Yo sabía que la relación estaba terminada, final que había sellado con el coito en la construcción, pero sin embargo me quedaban las conversaciones con ella como una suerte de miembro fantasma.

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