martes, 10 de julio de 2007


En la ruta



Cuando me pararon los milicos en la ruta, saqué mi carnet de policía. Ellos no me habían conocido pero no tardaron en saludarme amistosos en cuanto se dieron cuenta de quién era yo. Cosa que ni se me había pasado por la cabeza era que el reguero de cuentos acerca de mí hubiera llegado hasta las mismas proximidades de la frontera. La verdad es que mi radio de acción había estado circunscrito a la zona de Maldonado y, a lo sumo, había tenido que hacer un viajecito hasta las sierras de Aiguá. Fue por un caso de abigeato, me acuerdo, en el que un tipo de Mariscala había tomado por manía robar vacas viejas. En primer lugar, no lo descubrían y eso era lo que los preocupaba y, en segundo, a los milicos no les entraba en la cabeza que alguien se dedicara a lo menos productivo. Además, por si faltaba algo para poner patas para arriba el razonamiento azul, ninguna carnicería parecía ser la boca de salida de las carnes añejas. Ninguno de los ladrones de ganado había cambiado su conducta súbitamente y todos habían contribuido debidamente con los impuestos que todos saben. Yo estaba nuevito en la “fuerza” y me llevaron tomando mate por la ruta 39, viboreando entre las sierras y agradeciendo no estar en la jefatura. Pero lo que más me gustó fue escuchar los cuentos de los milicos, que iban desde lo grotesco hasta lo grotesco. Por ejemplo, el menor que retuvieron en el patio de la jefatura y, en su camino de escape, se metió por las habitaciones destinadas a los oficiales, de donde salió con sus energías reforzadas por dos armas de reglamento y veinte mil pesos. Supongo que es por eso que los de balística se habían puesto tan herméticos: cualquier muerto podía traer agujeros policiales y estaba sembrada la duda acerca de si éstos habían sido producidos por la propia policía o por los fierros afanados. Me contaron de las jodas del abogado de la jefatura y de su romance tórrido con todos sabemos quién. Además de lo más jugoso: lo que no se dice y que el observador atento obtiene para su manejo. La cosa es que llegamos hasta Aiguá y, como a un oráculo, empezaron a mirarme como si yo pudiera saberlo todo por el simple hecho de estar y de respirar el aire que ellos respiraban pero no podían sentir en su sutileza. Hasta que en un momento uno, el más incrédulo acerca de mis posibilidades y por tanto el más inteligente, tuvo la ocurrencia de informarme de qué se trataba. Pedí para pasar al baño y, mientras tomaba las medidas del agüita como para no orinar en el aro y calculaba el ruido y la espuma que la meada haría, me puse a imaginarme una historia de amor. Una historia de abandono y soledad, pero de mucha ternura, como de nostalgias de leche recién ordeñada y una viudez fresca. Un chorro fluido, fuerte y rápido que me hablaba de un poco de senilidad con un regusto de locura, aunque con los últimos arrestos anímicos del que siempre estuvo acostumbrado a forcejearle a la vida, pero sin pensar mucho en cómo. Después del complejo ritual que termina con la bragueta cerrada salí y me puse a hacerles un cuento a los milicos, que me miraban con los ojos como tortas fritas. Y dos o tres de ellos se encargaron de darle nombre propio y ubicación geográfica al personaje que yo había prácticamente meado. Pasé todo el día en Aiguá escuchando anécdotas de milicos rurales, a la espera de conocer al protagonista de mi cuento que apareció, como en una coincidencia espectacular, con un olor a orines de marchitar narices.
O por lo menos esa fue la historia que muchos creyeron, lo cual me granjeó una fama de psíquico o hechicero que me abrió las puertas de muchas personas. No negaré que aproveché aquella fama para cosechar algunas frutas, a las que trataba con la fácil actitud del manosanta. Aunque lo que yo hice no fue más que conversar un poco y poner a los individuos que realmente resolvieron el caso en el “estado narrativo”, ese estado en que se comprenden y se cuentan todas las historias. Es como un estado de gracia, un toque mesiánico al que cualquier idiota llega si se imagina que tiene canas con el reflejo dorado de una fogata en el medio de la rueda. Es lo que casi todo el mundo olvida, menos uno que es un profesional, un cocinero de la cosa.
Los milicos de la carretera me dieron agua para que siguiera el viaje, y yo estaba cerca de la frontera. No hay nada como la carretera porque es una invitación a la epopeya, a recorrer la víbora gris del eterno avanzar. Había salido hacía varios días, con toda la calma del que conoce que todas sus cosas están ordenadas y las cuentas pagadas. Había puesto en la mochila lo que busqué fuera la justa la cantidad y calidad de ropa que consideré la adecuada. La carpa iba atada con pulpos al cuadro de la bicicleta. No faltaban parches, repuestos y herramientas. Como sabía que el viaje iba a ser bastante largo, había puesto en la mochila las obras completas del mayor de los poetas y el cuaderno gordo con cosas escritas. Y hojas en blanco para ser llenadas. Y kilómetros antes de dormir.

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